Declaración del Comité Permanente de la Conferencia Episcopal
RESERVAR
LA LIBERTAD DE ENSEÑANZA EN UN ASPECTO ESENCIAL DE LA EDUCACIÓN: LA
AFECTIVIDAD Y LA SEXUALIDAD
1. Con ocasión de la tramitación del proyecto
de ley que estatuye medidas para prevenir, sancionar y erradicar la violencia
en contra de las mujeres, en razón de su género (Boletín N.º 11.07707), se
aprobó una norma del siguiente tenor: “Los
establecimientos educacionales reconocidos por el Estado deberán promover una
educación no sexista y con igualdad de género y considerar en sus reglamentos
internos y protocolos la promoción de la igualdad en dignidad y derechos y la
prevención de la violencia de género en todas sus formas” (inciso 2º del
artículo 12).
2. Siendo de toda justicia la
existencia de normas que sancionen las discriminaciones arbitrarias,
especialmente en el caso de la mujer, expresamos nuestra clara oposición a la introducción de
una norma que imponga la promoción de una educación no sexista.
Dicha expresión contradice el derecho innato de los padres a decidir, de común
acuerdo con el establecimiento educacional, la forma y manera de educar en la
afectividad y sexualidad a sus hijos o pupilos. La imposición de esta obligación entra en
manifiesto conflicto con el deber y derecho preferente de los padres a educar a
sus hijos y nos parece contrario
a lo dispuesto por el artículo 19 N°10 inc. 3° de la Constitución Política, en
relación con el artículo 19 N°s 6 y 26.
Asimismo, contradice la libertad de conciencia y de religión
establecida en el Art. 19 N°6 de la misma carta fundamental, puesto que el
derecho preferente de los padres incluye que sus hijos reciban la educación
religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones.
Este derecho se encuentra
reconocido y protegido en múltiples tratados internacionales vinculantes para
Chile como el art. 26.3 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el
art. 12.4 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos o el art. 14.2 de
la Convención sobre los Derechos del Niño.
3. El concepto de educación no sexista no puede
entenderse en términos plurales y alternativos, propios de la libertad de
educación, porque impone una sola visión de la educación, en un ámbito tan
delicado como la enseñanza de la afectividad y sexualidad.
Estimamos que obligar a los establecimientos a promover una
educación no sexista sería incompatible con la esencia de este derecho, ya que
no respeta ni hace posible los derechos de las personas y familias de vivir de
una manera acorde con su fe y sus convicciones éticas en la educación de sus
hijos.
Chile no acepta que se busque promover, bajo obligatoriedad
legal, una sola visión de la educación en la afectividad y sexualidad.
4. Por último, se debe tener en
cuenta que el artículo 19 N°11, inc. 1° y 4° -que consagra la libertad de
enseñanza y el derecho de los padres a escoger el establecimiento de enseñanza
para sus hijos, y que se reconoce y garantiza en tratados internacionales
vinculantes para Chile, como en los numerales 3º y 4º del art. 13 del Pacto
Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales- quedaría
abiertamente vulnerado por la disposición propuesta y atentaría contra los
derechos innatos de la naturaleza humana, recogidos en el art. 5 de la
Constitución Política de la República; pues impone a todos los establecimientos
educacionales con reconocimiento del Estado, un enfoque único y excluyente
sobre la persona y su sexualidad y, en definitiva, obligaría a los
establecimientos educacionales a promover las convicciones morales y
antropológicas del Estado; por sobre las de sus propios proyectos educativos
y de los padres, cosa que es contraria
al sentido común y a un régimen democrático.
5. Los padres, "puesto que han dado vida
a los hijos, están gravemente obligados a la educación de la prole y, por
tanto, ellos son los primeros y principales educadores”, y por tanto, es su obligación formar un ambiente
“que favorezca la educación íntegra personal y social de los hijos. La familia
es, por tanto, la primera escuela de las virtudes sociales, de las
que todas las sociedades necesitan”, y este deber, “que compete en primer lugar a la familia,
requiere la colaboración de toda la sociedad” (Gravissimum
Educationis, 3).
No hay duda del derecho y deber
de los padres “de impartir una educación religiosa y una formación moral a sus
hijos: derecho que no puede ser cancelado por el Estado, antes bien, debe ser
respetado y promovido.” (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 239).
6. Solicitamos con la fuerza que nos da el
inmenso aporte que hace la Iglesia a la educación de nuestros ciudadanos y la
experiencia que de ello se deduce, que los órganos competentes del Estado no
den lugar a una norma que consideramos arbitraria e injusta y que contradice los aspectos esenciales del
derecho a la educación, la libertad de conciencia y de religión, propios de una
sociedad democrática y pluralista como la nuestra.
EL COMITÉ PERMANENTE DE LA
CONFERENCIA EPISCOPAL DE CHILE
MENSAJE DEL ROMANO
PONTÍFICE PARA LA JORNADA MUNDIAL DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES AÑO 2024
Llamados a sembrar
la esperanza y a construir la paz
Queridos hermanos y hermanas: Cada año la Jornada Mundial de Oración por
las Vocaciones nos invita a
considerar el precioso don de la llamada que el Señor nos dirige a cada uno de
nosotros, su pueblo fiel en camino, para que podamos ser partícipes de su
proyecto de amor y encarnar la belleza del Evangelio en los diversos estados de
vida. Escuchar la llamada divina, lejos de ser un deber impuesto desde afuera,
incluso en nombre de un ideal religioso, es, en cambio, el modo más seguro que tenemos para
alimentar el deseo de felicidad que llevamos dentro. Nuestra vida se
realiza y llega a su plenitud cuando descubrimos quiénes somos, cuáles son
nuestras cualidades, en qué ámbitos podemos hacerlas fructificar, qué camino
podemos recorrer para convertirnos en signos e instrumentos de amor, de
acogida, de belleza y de paz, en los contextos donde cada uno vive.
Por eso, esta Jornada es siempre una hermosa ocasión para recordar con gratitud
ante el Señor el compromiso fiel, cotidiano y a menudo escondido de aquellos
que han abrazado una llamada que implica toda su vida. Pienso en las
madres y en los padres que no anteponen sus propios intereses y no se dejan
llevar por la corriente de un estilo superficial, sino que orientan su
existencia, con amor y gratuidad, hacia el cuidado de las relaciones,
abriéndose al don de la vida y poniéndose al servicio de los hijos y de su
crecimiento. Pienso en los que llevan adelante su trabajo con entrega y
espíritu de colaboración; en los que se comprometen, en diversos ámbitos y de
distintas maneras, a construir un mundo más justo, una economía más solidaria,
una política más equitativa, una sociedad más humana; en todos los hombres y
las mujeres de buena voluntad que se desgastan por el bien común.
Pienso en las personas consagradas, que ofrecen la
propia existencia al Señor tanto en el silencio de la oración como en la acción
apostólica, a veces en lugares de frontera y exclusión, sin escatimar energías,
llevando adelante su carisma con creatividad y poniéndolo a disposición de
aquellos que encuentran. Y pienso en quienes
han acogido la llamada al sacerdocio ordenado y se dedican al anuncio del
Evangelio, y ofrecen su propia vida, junto al Pan eucarístico, por los
hermanos, sembrando esperanza y mostrando a todos la belleza del Reino de Dios.
A los jóvenes, especialmente a cuantos se sienten
alejados o que desconfían de la Iglesia, quisiera decirles: déjense fascinar
por Jesús, plantéenle sus inquietudes fundamentales. A través de las páginas
del Evangelio, déjense inquietar por su presencia que siempre nos pone
beneficiosamente en crisis. Él respeta nuestra libertad, más que nadie; no se
impone, sino que se propone. Denle cabida y encontrarán la felicidad en su
seguimiento y, si se los pide, en la entrega total a Él.
Un pueblo en camino
La polifonía de los carismas y de las vocaciones, que la comunidad
cristiana reconoce y acompaña, nos ayuda a comprender plenamente nuestra
identidad como cristianos. Como pueblo de Dios que camina por los senderos del
mundo, animados por el Espíritu Santo e insertados como piedras vivas en el
Cuerpo de Cristo, cada uno de nosotros se descubre como miembro de una gran
familia, hijo del Padre y hermano y hermana de sus semejantes. No somos islas
encerradas en sí mismas, sino que somos partes del todo. Por eso, la Jornada
Mundial de Oración por las Vocaciones lleva impreso el sello de la sinodalidad:
muchos son los carismas y estamos llamados a escucharnos mutuamente y a caminar
juntos para descubrirlos y para discernir a qué nos llama el Espíritu para el
bien de todos.
Además, en el
presente momento histórico, el camino común nos conduce hacia el Año Jubilar
del 2025. Caminamos como peregrinos de esperanza hacia el Año Santo para que,
redescubriendo la propia vocación y poniendo en relación los diversos dones del
Espíritu, seamos en el mundo portadores y testigos del anhelo de Jesús: que
formemos una sola familia, unida en el amor de Dios y sólida en el vínculo de
la caridad, del compartir y de la fraternidad.
Esta Jornada está dedicada a la oración para
invocar del Padre, en particular, el don de vocaciones santas para la
edificación de su Reino: «Rueguen al
dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha» (San Lucas X, 2). Y la oración —lo sabemos— se hace más con la escucha
que con palabras dirigidas a Dios. El Señor habla a nuestro corazón y
quiere encontrarlo disponible, sincero y generoso. Su Palabra se ha hecho carne
en Jesucristo, que nos revela y nos comunica plenamente la voluntad del Padre.
En este año 2024, dedicado precisamente a la
oración en preparación al Jubileo, estamos llamados a redescubrir el don
inestimable de poder dialogar con el Señor, de corazón a corazón,
convirtiéndonos en peregrinos de esperanza, porque «la oración es la primera
fuerza de la esperanza. Mientras tú rezas la esperanza crece y avanza. Yo diría que la oración abre la puerta a la
esperanza. La esperanza está ahí, pero con mi oración le abro la puerta» (Catequesis, 20
mayo 2020).
Peregrinos de
esperanza y constructores de paz
Pero, ¿qué significa ser peregrinos? Quien comienza
una peregrinación procura ante todo tener clara la meta, que lleva siempre en
el corazón y en la mente. Pero, al mismo tiempo, para alcanzar ese objetivo es
necesario concentrarse en la etapa presente, y para afrontarla se necesita
estar ligeros, deshacerse de cargas inútiles, llevar consigo lo esencial y
luchar cada día para que el cansancio, el miedo, la incertidumbre y las
tinieblas no obstaculicen el camino iniciado. De este modo, ser peregrinos significa volver a empezar cada día,
recomenzar siempre, recuperar el entusiasmo y la fuerza para recorrer las
diferentes etapas del itinerario que, a pesar del cansancio y las dificultades,
abren siempre ante nosotros horizontes nuevos y panoramas desconocidos.
El sentido de la peregrinación cristiana es
precisamente este: nos ponemos en camino para descubrir el amor de Dios y, al
mismo tiempo, para conocernos a nosotros mismos, a través de un viaje interior,
siempre estimulado por la multiplicidad de las relaciones. Por lo tanto, somos
peregrinos porque hemos sido llamados. Llamados a amar a Dios y a amarnos los
unos a los otros.
Así, nuestro caminar en esta tierra nunca se resuelve en un cansarse sin
sentido o en un vagar sin rumbo; por el contrario, cada día, respondiendo a
nuestra llamada, intentamos dar los pasos posibles hacia un mundo nuevo, donde
se viva en paz, con justicia y amor. Somos peregrinos de esperanza porque
tendemos hacia un futuro mejor y nos comprometemos en construirlo a lo largo
del camino.
Este es, en definitiva, el propósito de toda
vocación: llegar a ser hombres y mujeres de esperanza. Como individuos y como
comunidad, en la variedad de los carismas y de los ministerios, todos estamos
llamados a “darle cuerpo y corazón” a la esperanza del Evangelio en un mundo
marcado por desafíos epocales.
El avance
amenazador de una tercera guerra mundial a pedazos; las multitudes de migrantes
que huyen de sus tierras en busca de un futuro mejor; el aumento constante del
número de pobres; el peligro de comprometer de modo irreversible la salud de
nuestro planeta. Y a todo eso se agregan las dificultades que encontramos cotidianamente
y que, a veces, amenazan con dejarnos en la resignación o el abatimiento.
En nuestro tiempo
es, pues, decisivo que nosotros los cristianos cultivemos una mirada llena de
esperanza, para poder trabajar de manera fructífera, respondiendo a la vocación
que nos ha sido confiada, al servicio del Reino de Dios, Reino de amor, de
justicia y de paz. Esta esperanza —nos asegura san Pablo— «no quedará defraudada»
(Romanos V, 5), porque se trata de la promesa que el Señor Jesús nos ha hecho de
permanecer siempre con nosotros y de involucrarnos en la obra de redención que
Él quiere realizar en el corazón de cada persona y en el “corazón” de la
creación. Dicha esperanza encuentra su centro propulsor en la Resurrección de
Cristo, que «entraña una fuerza de vida que ha penetrado el mundo. Donde parece que todo ha muerto, por todas partes
vuelven a aparecer los brotes de la resurrección. Es una fuerza imparable. Verdad que muchas
veces parece que Dios no existiera: vemos injusticias, maldades, indiferencias
y crueldades que no ceden. Pero también es cierto que en medio de la oscuridad
siempre comienza a brotar algo nuevo, que tarde o temprano produce un fruto» (Exhortación ap. Evangelii
Gaudium, 276). Incluso el Apóstol San Pablo afirma que «en esperanza» nosotros
«estamos salvados» (Romanos VIII, 24). La redención realizada en la Pascua da esperanza,
una esperanza cierta, segura, con la que podemos afrontar los desafíos del
presente.
Ser peregrinos de esperanza y constructores de paz
significa, entonces, fundar la propia existencia en la roca de la resurrección
de Cristo, sabiendo que cada compromiso
contraído, en la vocación que hemos abrazado y llevamos adelante, no cae en
saco roto. A pesar de los fracasos y los contratiempos, el bien que sembramos
crece de manera silenciosa y nada puede separarnos de la meta conclusiva, que
es el encuentro con Cristo y la alegría de vivir en fraternidad entre nosotros
por toda la eternidad. Esta llamada final debemos anticiparla cada día, pues la
relación de amor con Dios y con los hermanos y hermanas comienza a realizar
desde ahora el proyecto de Dios, el sueño de la unidad, de la paz y de la
fraternidad. ¡Que nadie se sienta excluido de esta llamada! Cada uno de
nosotros, dentro de las propias posibilidades, en el específico estado de vida
puede ser, con la ayuda del Espíritu Santo, sembrador de esperanza y de paz.
La valentía de
involucrarse
Por todo esto les digo una vez más, como durante la
Jornada Mundial de la Juventud en Lisboa: “Rise up! – ¡Levántense!”. Despertémonos del sueño, salgamos de la
indiferencia, abramos las rejas de la prisión en la que tantas veces nos
encerramos, para que cada uno de nosotros pueda descubrir la propia vocación en
la Iglesia y en el mundo y se convierta en peregrino de esperanza y artífice de
paz. Apasionémonos por la vida y comprometámonos en el cuidado amoroso de
aquellos que están a nuestro lado y del ambiente donde vivimos.
Se los repito: ¡tengan la valentía de involucrarse!
Don Oreste Benzi, un infatigable apóstol de la caridad, siempre en favor de los
últimos y de los indefensos, solía repetir que no hay nadie tan pobre que no tenga nada que dar, ni hay nadie tan rico
que no tenga necesidad de algo que recibir.
Levantémonos, por tanto, y pongámonos en camino
como peregrinos de esperanza, para que, como hizo (¡) María con santa Isabel,
también nosotros llevemos anuncios de
alegría, generaremos vida nueva y seamos artesanos de fraternidad y de paz.
Roma, San Juan de Letrán, 21 de abril de 2024, IV
Domingo de Pascua.