miércoles, 12 de febrero de 2014

Apóstoles creyentes y creíbles


 SERMÓN DEL QUINTO  DOMINGO / TIEMPO ORDINARIO / CICLO “A”.

 
No deja de sorprendernos el Señor, al invitarnos en medio del tiempo estival, en el cual un número no menor de creyentes hacen uso de sus merecidas vacaciones, a meditar sobre nuestra condición de apóstoles. Así lo hemos venido haciendo a lo largo de estas últimas semanas, tal como aconteció  el domingo anterior cuando comenzamos a conocer el primer discurso del Señor dado en lo alto de una montaña. Esa fue una invitación a la santidad, a ser perfectos, sin falsas dilaciones, sin recortes ni mutilaciones a las exigencias, y sin componendas con los criterios que el secularismo no deja de ofrecer.
Para ello, Jesús utiliza el ejemplo de la vida cotidiana. Dos elementos que en toda circunstancia nos son útiles: la luz y la sal. Cuando niños todos tuvimos algún pequeño accidente, y ante la ausencia de mayores medios para cauterizar  una herida no faltaba quien solía proponer que colocasen sal en nuestra sangrante herida, porque poseía características cicatrizantes. En realidad, ignoro si a causa de virtudes  especiales de la sal o del temor a que repitieran el remedio, nuestras heridas sanaban prodigiosamente. De la misma manera, un antiguo dicho inglés nos recuerda que “Allí donde entra sol no entran los médicos”, quizás atribuyendo al sol características terapéuticas especiales, de la cual, incluso el profeta Isaías, hace mención en la primera lectura: “Entonces, brotará tu luz como aurora y tu herida se curará rápidamente” (LVIII, 8).
Careciendo de las posibilidades nuestras de ir al supermercado y adquirir una bolsa con sal, en aquellos años, el salero del pueblo dejaba los trozos rocosos de sal en un lugar visible, para que cada uno sacase según sus necesidades, más pasados los días y semanas quedaban olvidados aquellos trozos que habiendo perdido el gusto original no presentaban –ahora- utilidad alguna. Por eso dijo Jesús: “Si la sal se desvirtúa ¿Con qué se la salará? Ya no sire sino para ser tirada afuera y ser pisada por los hombres” (San Mateo V, 13).
Si esto lo aplicamos a nuestro apostolado comprenderemos que el primer requerimiento es tener claro que hay que ser santos. Es decir, previo a  hacer cosas, a buscar novedades, a hacer pastorales y organigramas, o incluso al hecho de ir a misiones y dictar catecismos, aquello sería un mensaje vacío, una aventura fantasiosa, si acaso no va precedida necesariamente de una conversión interior, y de la búsqueda sincera por llevar una vida de acuerdo a lo que Dios me pide en las Escrituras, y a lo que no deja de pedirme  por medio de su Iglesia en su Magisterio perenne. Nunca debemos olvidar que el alma del apostolado es –realmente- el apostolado del alma, por lo que lo primero es cultivar una vida santa, virtuosa, en la cual la dedicación por procurar ser cada día mejor hijo de Dios y de su Iglesia, sea el imperativo en nuestras intenciones, palabras y acciones. Sólo así, como dice la primera lectura “lo oscuro será como el mediodía”.
Qué implica ser santos en nuestro tiempo. Básicamente, dar a Dios el lugar de primacía en todo, asumiendo que el camino del Evangelio es arduo y exigente, que requiere de generosidad y entrega irrestricta, procurando alcanzar los ideales de virtud y perfección a los cuales nuestro Señor y nuestra Iglesia no dejan de exhortarnos.
A las bienaventuranzas que conocimos el domingo pasado y que nos enseña San Mateo, podemos añadir aquellas señales que nos da el profeta Isaías, y que la Iglesia nos enseña en el Catecismo como las obras de misericordia  primero espirituales y luego corporales: “Dar pan al hambriento, acoger en nuestro hogar a quien carece de uno, vestir al desnudo y permanecer cercanos de los desconocidos, si no apuntas con el dedo, y si no hablas maldad”. Si uno cumple con esto, dice luego la Escritura: “la gloria del Señor te seguirá” (Isaías LVIII, 8), es decir, será una persona que avanza por la vida santamente.
En primer lugar, en general,  cuando la Santa Biblia nos habla de dar algo no se refiere estrictamente y de modo exclusivo a algo material, sino que apunta a algo mayor cual es la capacidad de oblación que se tenga y que incluye desprenderse de lo propio en beneficio del prójimo, sea este conocido o desconocido. Así leímos en el Salmo CXII, 9: “Con largueza da a los pobres y su frente se levanta con honor”.
No cuesta dar desde el bolsillo de los demás, especialmente cuando cedemos a la tentación centrar nuestra generosidad en aquellas organizaciones que esquematizan la caridad fraterna, haciéndola muchas veces impersonal y genérica. Ello está bien, y hace muy bien, siempre y cuando no sustituya lo que cada uno debe dar de lo propio, al modo como San Alberto Hurtado nos enseñó: “hasta que duela”. Nuestra caridad debe alejarse de ser una moda, no debe caer en la facilidad de ser un entretenido pasatiempo, debe ser tan sigilosa como silenciosa “no sabiendo la mano izquierda de lo que hace la mano derecha”. Evitemos la publicidad de nuestras caridades, pues el uso de poleras, pulseras, y casacas publicitarias cautivan las miradas de este mundo pero no siempre la mirada de Dios.
En segundo lugar, acoger implica recibir: No nos involucra en demasía crear instancias para que otros reciban a quienes, en ocasiones deambulan por las “periferias existenciales”. Nuestros corazones y en consecuencia nuestros hogares y comunidades deben estar siempre dispuestos a recibir a quien Dios ha puesto en nuestro caminar. Más que un peregrino que eventualmente encuentra acogida en nuestros hogares, somos nosotros los llamados a ser peregrinos en busca de ese  Cristo que viene y nos dice como a Zaqueo: “Hoy estaré en tu casa”. Hace un tiempo una fábrica de cerdos fue expulsada de una ciudad nortina por insalubre, pues bien, en ocasiones, los enfermos de Sida, los enfermos, los ex reclusos, los penales o centros de detención, los centros de rehabilitación, suelen tener igual destino, quedando relegados a lugares inhóspitos. ¿Cómo en un país con tres tercios de cristianos se pueden dar un trato tan inhumano a quienes golpean nuestros hogares, barrios y ciudades?
En tercer lugar, “Si no apuntas con el dedo y no hablas con maldad”: Esta tercera exigencia para la alcanzar la bienaventuranza veterotestamentaria nos recuerda una exigencia casi permanente en la predicación pública de Jesús. De hecho, nos dijo: “Así como midáis, seréis medidos”, “no juzguéis y no seréis juzgados”, en tanto que en la plegaria maestra nos dice: “perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a quienes nos ofenden”. Todo lo cual hace mención a una realidad: evitar emitir los juicios temerarios, porque  debemos tener presente que al fin de nuestros días de todo seremos juzgados: de lo que hayamos hecho, de lo que hubiésemos omitido, de las intenciones sumergidas en nuestra alma.
Quienes están a nuestro alrededor solo pueden juzgar de lo que ven, Dios –además- nos evaluará de las intenciones. Gráficamente nos dice la Santa Biblia este día: “¡No indicar con el dedo!”. No sólo por ser esta acción una mala educación que nuestros padres procuraron desterrar, sino porque olvidamos que cuando indicamos acusativamente a terceros con un dedo, hay otros tres que nos indican a nosotros, los cuales señalan que muchas veces,  tras lo que se enrostra a otros,  hay faltas que uno tiene ocultas. Por ello, es mejor no juzgar, para que Dios sea más misericordioso con nosotros.
En cuarto lugar, “vestir al desnudo”: Implica no solo ser generosos con nuestras vestimentas. No olvidemos que antaño, no muchas décadas atrás, era habitual que la ropa  de los hermanos mayores quedaba para los hermanos menores, cosa que para quienes éramos el último de los nacidos de una familia no nos hacía mucha gracia pero era asumido como lo que correspondía.  Hoy, a causa del individualismo  -prácticamente- la ropa no se hereda, no se valora en general usar la ropa que otros han usado, más  aun si el valor de éstas ha disminuido ostensiblemente. “Vestir al desnudo” implica,  además, una acto virtuoso que se llama pudor, el cual consiste en procurar vestir decorosamente en toda circunstancia, pues tratándose de una virtud,  ésta tiene vigencia en todo ámbito de nuestra vida, de tal manera que el exhibicionismo constituye un pecado porque invita a la tentación. El pudor implica reservar para un ámbito privado y conyugal aquellas realidades que Dios hizo con una finalidad determinada. Por esto, desde la más tierna infancia las niñas y adolescentes deben ser educadas en el pudor al momento de vestir. Quien hoy ve como gracioso que una niñita parezca vestida como una joven no ha lamentarse que en el futuro, cuando realmente sea joven tenga una alma envejecida de tanto desenfreno. ¡Cómo te ven te tratan!
Ser “sal de la tierra” implica que asumamos el desafío de dar verdadero sabor a la vida que Dios nos ha regalado, de la cual no somos dueños absolutos sino meros administradores que daremos cuenta de lo todo lo que hubiésemos hecho. Recordemos, para ser buenos se requiere de una vida de permanente búsqueda de la virtud, en tanto que para perder la virtud basta un solo acto de maldad o negligencia que eventualmente nos coloca en grave riesgo de condenación eterna. Ser “sal de la tierra” es tarea de todos los días.

domingo, 9 de febrero de 2014

LA VERDADERA VEJEZ ES LA SABIDURÍA


 MISA  EXEQUIAL   DE DOÑA  OLGA  MACHIAVELLO  DE  LÜRHS.

Hace algún tiempo, impusimos el óleo de los enfermos sobre doña Olga Machiavello de Lurhs. Estaba cercana a cumplir un siglo de vida, y aunque su salud era delicada, el Señor le permitió superar el centenario, cosa que para muchos nos parece una fecha tan lejana. Son años que en ocasiones nos cuesta vislumbrar en su real dimensión. Bástenos recordar que por esos días Edison hacía sus pruebas iniciales del cine sonoro en la cosmopolita ciudad de Nueva York. Nuestra Teresa de los Andes tenía solo cuatro años de edad, la beata Laura Vicuña Pino aún no nacía, y San Alberto Hurtado recién aprendía a caminar pues tenía dos años.
Esto último no es un ejemplo sacado al azar, sino que nos coloca de inmediato en una realidad fundamental en esta hora: Desde que nacemos estamos llamados a la Santidad, tal como dice el Evangelio: “Esta es la voluntad de mi Padre, que seáis perfectos”. Una santidad con mayúscula, que no admita recortes ni mutilaciones para hacer una religiosidad a la medida de cada uno sino que en todo momento tienda a la medida de Dios.
Pues, ¿Por qué hemos venido a este lugar de oración? ¿Qué hace necesario que al momento de la partida de nuestros seres queridos nos reunamos como creyentes? Indudablemente es algo que está más allá de nuestra simple iniciativa, y aún más, del simple parecer común de todos. ¡Es por iniciativa de Dios que estamos aquí! ¡Dios lo quiere! ¡Dios nos ha invitado!
En efecto, si Dios nos invita a ser santos nos concede a cada uno las gracias necesarias para, desde el estado de cada uno, llevar una vida meritoria con la salvedad que su bendición no es un acto de impulso que luego se desentiende de nosotros, sino que su gracia se encuentra al inicio, durante y al término de cada acto meritorio. Las bendiciones de Dios no son un simple acto sobrenatural que produzca asombro, sino que apuntan a convertirnos para crecer y vivir en fe. 
Cada gracia que Dios nos concede más que tender a motivarnos apunta a conducirnos a una nueva manera de vivir, produciendo un cambio que no sólo es cuantitativo sino estrictamente cualitativo. Desde el día de nuestro bautismo Dios puso su huella digital en cada uno, y cada día que pasa no responde a la lógica de una inercia inexorable que pasa sino y un asumir que no nos pertenecemos sino a la voluntad de Dios. ¡Él explica de dónde, por dónde y hacia dónde nos encaminamos! Pues, al ser Jesucristo más íntimo a nosotros que lo que nosotros mismos creemos conocernos, sabe el origen de nuestra existencia, de tal manera que antes de nacer “ya nos conocía y consagró”. ¡Y sabernos conocidos, nos da seguridad!
La identidad del bautizado se juega en cada instante de nuestra vida, pues si un acto meritorio nos acerca al cielo, una sola negligencia culposa nos puede privar de la bienaventuranza para siempre. De ahí la importancia de cuidar nuestra alma, de procurar proteger en todo momento nuestra salud espiritual, la cual no siempre cuidamos con tanto esmero como lo hacemos con nuestro cuerpo.
Las medicinas externas las compramos en una farmacia, las del alma no se venden ni se adquieren porque nos las ofrece Cristo por medio de su Iglesia: en la celebración de los sacramentos, la enseñanza segura y eficaz del Magisterio perenne de la Iglesia, y la vivencia honda de la caridad fraterna. Podrá faltarnos una tableta para sentirnos mejor pero nunca nos será negada, si así lo imploramos, la gracia necesaria del infinito stock del cielo.
La infinita misericordia de Dios nos permite estar seguros de poder contar con las gracias indispensables para salvarnos, por ello cuando San Pablo recuerda que no somos definitivos hijos de la tierra sino que estamos llamados a ser “ciudadanos del cielo”, apunta a abrir nuestro corazón  a la bondad de Dios cuyo único límite es que no tiene límite.
Más, San Pablo sabía muy bien cuáles son nuestras fortalezas y debilidades, porque lo experimento un día camino a la ciudad de Damasco, cuando el Señor Jesús se le apareció y dijo: “Saulo, Saulo, soy yo a quien tu persigues”. ¿Qué aconteció ese día?
Algo fundamental, el encuentro con el Señor sin dobleces ni dilaciones hizo que aquel que se esmeraba en ser perseguidor de cristianos pasase a ser, desde esa jornada, un fiel seguidor de Cristo. Y, hasta el último de sus días, aquel apóstol Pablo experimentó una realidad que describió claramente: “Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí”.
Pero, no nos engañemos. La búsqueda por alcanzar la santidad le hizo percibir aquella debilidad que no dudó en colocar en las manos del Señor, expresando: “El bien que quiero hacer no hago, y el mal que quiero evitar ese si hago”.  De algún modo, es parte de la vida de cada bautizado. La búsqueda de la perfección no se hace sin vencimiento personal, y no existe ningún  atajo que nos conduzca de manera segura hacia Dios, que deje al margen la senda de la cruz. Por el contrario, en la medida que nos configuramos con la persona de Jesucristo, también en el calvario, podemos tener la seguridad de avanzar según el querer de Dios.
¡Quien niega la cruz niega al crucificado! De ahí, que los padecimientos que podemos eventualmente sufrir en este mundo, y en este tiempo de búsqueda y sed de trascendencia, asumidos y unidos a los de nuestro Señor, se transforman en la más fidedigna señalética para alcanzar la Bienaventuranza, no sólo plena en el Cielo  estando con Dios, sino de manera misteriosa, ya en este mundo, ofreciéndola por nuestra salvación y la del mundo entero.

Por esto, sabiamente nos enseñaba la gran Madre Teresa de Calcuta: “Cuando un hombre sufre no es alguien a quien Dios olvidó sino alguien en quien Dios habló”. Más, es importante recordar que este modo de hablar que Dios tiene sólo puede ser descifrado y escuchado a la luz de la fe, puesto que, para el mundo secularizado, la cruz o es necedad o es locura.  
Por este camino, los seres queridos de nuestra hermana avanzaron durante el tiempo de la enfermedad, de manera especial, su hijo único a quien habitualmente le veíamos transitar por nuestras calles para ir a visitarla. 
Con aquella piedad que nace del amor reverencial hacia nuestros padres, y que Dios agregó una promesa: “Honrarás a tu padre y a tu madre, y vivirás largos años”, respondió al amor maternal, con la delicadeza, atención y generosidad, todo lo cual resultaría un verdadero bálsamo para el alma de nuestra hermana en medio de sus dolencias. No nos cansaremos de repetir ante la creciente realidad del aumento de la tasa de sobrevida que “amor con amor se paga”.
A esta hora, bien podemos preguntarnos con cuánta ternura mirará nuestra Madre Santísima los desvelos de los hijos hacia sus padres, si acaso en cada uno de esos gestos, de esas palabras, de esas visitas, de eso silencios, de esas plegarias, de esos sacrificios, una vez más, desde el cielo,  contempla como revividos los múltiples actos de cariño filial que pródigamente le entregó un día su Hijo y Dios, unos días en Belén, treinta años en Nazaret y finalmente tres horas en Jerusalén.
En Oriente, en tiempos de Jesús, era reconocida la valoración a los ancianos, de hecho el vocablo hebreo “zinequim” designaba a la vez a la persona de edad avanzada como a quienes en virtud de su prudencia, experiencia y sabiduría ocupaban un cargo de responsabilidad en la sociedad. Por cierto, ayer como hoy las Sagradas Escrituras ven reflejado  en la ancianidad el espíritu de Dios y el Dios del espíritu.
De modo especial, la transmisión de la fe nos llega por la vivencia en el tiempo de quienes la han tenido: Así,  como un fuego enciende otros fuegos, un creyente ha de hacerlo con quienes están también llamados a creer un día. Y, quién podría negar el hecho que es en la ancianidad donde se cumple lo proclamado por San Gregorio Magno: “La verdadera vejez es la sabiduría”. En efecto, debemos valorar la tercera y cuarta edad como una fuente de gracia y virtud en la cual Dios habla hoy al mundo, por lo cual lejos de marginar aquellas voces hemos -más bien- de darles una creciente y debida atención, tanto a nivel personal, familiar y social.
Con su sabiduría llena de fe, San Juan Pablo II, quizás recordando su propia experiencia de fe, de la mano de su madre Emilia Kaczorowska de Wojtyla, al momento de hablar de nuestros mayores dijo: “¡Cuántos niños han hallado comprensión y amor en los ojos, palabras y  caricias de los ancianos!” (Familiaris Consortio, n. 27). Que el alma de nuestra hermana Olga descanse en paz. Amen.