viernes, 22 de agosto de 2014

La oración como signo del Reino de Dios



CICLO “A” / VIGÉSIMO DOMINGO / TIEMPO ORDINARIO.

1.      “Cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies” (Salmo L, 19).

En este vigésimo domingo del tiempo ordinario, la liturgia dominical nos presenta, por tercera vez consecutiva uno de los milagros realizados por Jesús. En esta oportunidad San Mateo nos habla del encuentro con una mujer cananea. Sin lugar a dudas, se trata de un momento trascendente del Evangelio, y esto lo deducimos por la meticulosidad  usada por San Mateo, al momento de describir la universalidad del amor misericordioso y gratuito de nuestro Señor.

Junto a la importancia dada por el propio evangelista, encontramos también, un ordenamiento lógico y teológico, que nos entrega la Sagrada Liturgia a través de los últimos domingos, y que se refiere a la realidad del Reino de Dios: hemos conocido diversas parábolas y milagros que nos manifiestas aspectos y signos del Reino, ya iniciado y no consumado aún. Hoy, el Señor nos invita a meditar en torno a la oración, la cual debe revestirse de las mismas características de la intervención de la mujer cananea en este día: humilde, paciente y creyente.

El evangelio nos presenta  una madre atribulada por la enfermedad de su hija. Ello siempre conmueve y emociona. La tenacidad de una madre, cuando se trata de la salud de un hijo, se transforma en osadía y valentía, que no parece tener frontera alguna. Algo de ello encontramos en aquel recordado boceto a una madre escrito por el Obispo Ramón Ángel Jara al decir: “de una mujer que se reviste con la bravura de un león” si se trata de defender a sus hijos. Mas, la cananea ¡madre gentil” añade a esa bondad maternal algo que no sólo la hará noble ante los ojos del mundo, sino santa a los ojos de Dios y modelo para todo fiel cristiano.

Las ciudades de Tiro y Sidón, ubicadas en el actual Líbano y distantes unos 32 kilómetros entre sí,  eran habitadas por gentiles. Siglos atrás, judíos y cananeos se habían peleado a causa del lugar donde debería rendirse el culto al Dios único y verdadero. Mientras que unos adoraban el Jerusalén, otros lo hacían en el monte Garizim. Más los cananeos fueron expulsados para que no pervirtieran a los judíos, los cuales se muestran aquí mucho más cuerdos que los sionistas: salen de sus fronteras y se acercan a Jesús. 

2.      Una madre que implora por la santidad de su hija.

Gran fe vemos en las palabras de la madre cananea: cree en la divinidad de Cristo cuando le llama “Señor”; cree en su humanidad cuando le dice “Hijo de David”. Notable resulta constatar que aquella mujer, fue capaz de profesar públicamente lo que quienes estaban llamados desde antiguo hacerlo no se atrevieron: Que Jesús era el Mesías esperado por generaciones. La Fe recibida le hizo ver con claridad: el Verbo Encarnado presente en el mundo para salvar, para sanar, para acompañar, para purificar y para perdonar.

No pide ella, nada en virtud de sus méritos, quizás tenía temor de la reacción de los judíos; solamente invoca la misericordia de Dios cuando dice: “Señor, ten piedad de mí”. Y, hemos de considerar que pide piedad no para su hija sino para sí misma, ya que el dolor de la hija es el dolor de la madre, y con el fin de mover a Jesús a tener compasión, le presenta todo su dolor hecho un clamor: “mi hija esta con un demonio”.

Ante Jesús expone no solo el mal sino –además- la profundidad de la enfermedad. En nuestro tiempo vemos que las madres se preocupan de sus hijos. En ocasiones llegando a grados de aprehensión que no dejan de sorprender y ello está bien…pero, es necesario purificar las intenciones y rectificar los anhelos. En efecto, muchas veces las madres imploran por la salud de sus hijos, por el estudio y el trabajo de sus hijos, en ocasiones por los afectos y amores de sus hijos, mas ¿hay real preocupación por la santidad de ellos? ¿Ocupa un lugar relevante en las oraciones de los padres el que sus hijos sean virtuosos y santos?  

En esto último es posible encontrar cierta neutralidad que tiene consecuencias muy claras: se hacen grandes esfuerzos por dar una educación para tener exitosos profesionales, olvidando que muchas veces lo que determina finalmente la calidad del estudiante y del trabajador y del profesional emerge de lo que subyace en su alma.

Un antiguo refrán dice: “Es bueno ser importante, pero más importante es ser bueno”. El envase de un vino puede hacerle deseable, pero en nada mejora la calidad de lo que contiene, de manera semejante acontece al momento de interceder: hay que rezar para que los hijos sean liberados de todo vicio, sean revestidos de toda virtud, y procuren crecer espiritualmente. Como aquella joven del Evangelio que estaba “atormentada terriblemente por un demonio” hoy se hace necesario que se aúne el esfuerzo de los padres en favor de una oración de intercesión por sus hijos.

El Evangelista San Mateo cuenta que Nuestro Señor, a pesar de los gritos de la madre, no respondió palabra alguna, ante lo cual la mujer de origen siro fenicio se postró a sus pies. Era tan hondo su dolor que no se podía mantener en pie al momento de interceder por su hija: su debilidad y fragilidad  solo podía tener una actitud ante quien era su Señor y Dios: recordaba entonces lo que tantas veces recitaba en la Escritura Santa: “Al nombre de Dios toda rodilla se doble en el cielo y en la tierra”.

Con esta dilación y falta de aparente respuesta, Jesucristo quiso destacar paciencia perseverante, la fe y la humildad de aquella mujer.

De la misma manera, quiso que sus discípulos entendieran –con el ejemplo- lo necesario que es la plegaria de los Santos y la oración de la Iglesia, para obtener lo que el hombre anhela y el mundo más necesita: “Entonces, sus discípulos se acercaron a Él y le rogaron”.

Siempre descubrimos la riqueza de la oración de la Iglesia en la Sagrada Liturgia: el rezo del Breviario, la madre de todas las oraciones como es la Santa Misa, las plegarias en la celebración de los Sacramentos son respuesta a lo que subyace en el corazón de cada  bautizado. En ocasiones, el liberacionismo trasnochado coloca una división entre la oración personal y la oración litúrgica, lo cual vemos que desde el Santo Evangelio nunca tuvo dicotomía alguna. El único divorcio que se constata es cuando en vez de nacer la oración de la fe recibida se tiñe de las concepciones  de  ideologías paganas y materialistas.

Es entonces cuando aquella mujer irrumpe, enriqueciendo la intercesión de la súplica de los apóstoles con su audaz intervención que deja de lado todo respeto humano para revestirse de mayor respeto divino. A la luz de la fe, descubrió que la única vergüenza posible era la de no vivir de acuerdo a lo que creía

3.      “También,  los cachorros comen las migajas que caen de las mesas”.

La paciencia perseverante  de esta mujer que no se aventuró a contradecir; como tampoco, se entristeció por las alabanzas del resto, ni se abatió por las dificultades fue la que  le llevó a dar una respuesta engastada por las virtudes de la fe y la humildad.

Tuvo fe, porque creyó que sólo el Señor sanaría a su hija; tuvo paciencia, porque aunque muchas veces fue rechazada, tantas otras ella insistiría; tuvo humildad, porque no sólo acepta ser comparada con un cachorro, sino asume la comparación al responder:                 “! También, los cachorros caen las migajas que caen de la mesas de sus amos!”.

Resulta sobrecogedor imaginar las miradas de unos y otros ante la respuesta que da Jesús a la madre atribulada: “! Mujer qué grande es tu fe, que se cumpla lo que pides!”. Notable cómo esa mujer logró obtener lo que no recibieron los mismos discípulos…es que tan gran poder tiene la insistencia en la oración, que revestida de fe y humildad logra como arrebatar el milagro de la sanación de su hija al mismo Señor. ¡Tu hija está sana!

Esa salud restablecida hemos de verla como una nueva vida de aquella joven cananea. No fue la temporal recuperación de una dolencia física, fue algo  distinto y superior: su alma quedaba en paz, en gracia, por lo que desde ese momento podía saberse realizada como hija de Dios e hija de su tiempo simultáneamente. En realidad, Dios –ni antes ni ahora- hace milagros con los paganizados, sino que primero espera que su conversión, como en este caso aconteció.

4.      “Oh mujer, ¡grande es tu fe! Hágase como tú quieres!”.

Las buenas madres aparecen en el Evangelio y siempre muestran gran solicitud por sus hijos. Saben dirigirse a nuestro Señor con una sabiduría y perseverancia propia del ser maternal. San Agustín de Hipona nos cuenta en su libro de las  Confesiones cómo su madre Santa Mónica, -santamente- preocupada por la vida espiritual de su hijo, no cesaba de rogar a Dios por él, como tampoco dejaba de pedir a personas buenas y sabias que hablaran con él para que se alejase de herejías y de una vida disoluta. ¡Nunca lo olvidemos,  sólo después de muertas las madres son suficientemente valoradas y tomadas en cuenta! Por esto, San Agustín escribe: “Si acaso yo no perecí en el error, fue debido a las lágrimas cotidianas llena de fe de mi madre”.

Dios escucha de modo especial la oración de quienes saben amar; lo que no implica que a veces parezca guardar silencio. Nuestro Señor  espera con su aparente tardanza que fortalezcamos nuestra fe; que sea más grande nuestra esperanza; y, más confiado nuestro amor. Para sus oídos es especialmente grato escuchar las peticiones de las madres por sus hijos ¡También la de los padres! ; la de los hijos por sus padres; la oración fervorosa y diligente nace de un cariño preocupado y sincero. ¡Sólo quien ama puede orar en todo momento!

La constancia en la oración nace de una vida de fe, de confianza en Jesús  que nos escucha incluso cuando parece callar. Y esta fe nos llevará a un abandono total en las manos de Dios.

En nuestros días, el mundo nos dice que rezar es estéril e ineficaz. Más de algunos alzan slogans como “Ya no basta con rezar”. No nos cansaremos de repetir que las crisis del mundo de hoy son consecuencia de las crisis de oración. Sin ella, no sólo se hace crítica la virtud presente, sino que se hipoteca el futuro mismo. Nuestra confianza en el poder de la oración surge de la exhortación misma hecha por Jesús: “Orar siempre y no decaer”.

SACERDOTE JAIME HERRERA:  PÁRROCO DE PUERTO CLARO VALPARAÍSO

    

     

                

 

 

 

 

 

 

martes, 12 de agosto de 2014

LA PRESENCIA DE DIOS NOS LLENA DE LUZ Y DE FUERZA



 DÉCIMO NOVENO DOMINGO / TIEMPO ORDINARIO.


“Las olas arreciaban la barca, porque tenían el viento en contra” (San Mateo XVI, 24).

La experiencia vivida por los Apóstoles en medio del mar de Tiberíades, nos ayuda a comprender uno de los misterios más hondos y presentes en la vida humana, pues se extiende a lo largo de toda nuestra vida…desde cuándo nacemos, por medio del inesperado y extraño saludo del médico con una palmada, y donde la primera respiración fue un acto doloroso, hasta el último suspiro exhalado en un espasmo de agonía. Siglos atrás, el insigne y santo escritor Tomás de Kempis, en su reconocido  best-seller espiritual de “La Pasión de Cristo”, sintetizó una verdad misteriosa: “Mira a tu derecha, mira a tu izquierda; mira hacia arriba, mira hacia abajo, por todas partes encontrarás la Cruz”.

Por medio de la gracia, a través de los momentos de prueba, es donde el Señor permite que aumente y se purifique nuestra fe. Sin ella, bien lo sabemos en primera persona, y por el testimonio de terceros, aquellos momentos de sufrimiento, se transforman en una tragedia donde todo no parece tener sentido, viniéndonos la tentación de aquel antiguo personaje caricaturesco. “Detengan el mundo, porque quiero bajarme”. Mas, el verdadero fiel creyente no huye del dolor, no reniega de todo dolor sino que procura implorar las gracias necesarias para asumirlo.

Quién no recuerda en su juventud, cuando las clases de educación física incluían atletismo, y se debía correr saltando las vallas. Al inicio de la carrera de 400 metros, vislumbrábamos diez obstáculos de casi un metro de altura. No con la rapidez del actual campeón mundial que en 46 segundos llega a la meta, sino bastante más lentamente a ninguno se le ocurría sacar las vallas para llegar más prontamente a la meta. Se debía entrenar para vencer los obstáculos, no  sacándolos del camino sino venciéndoles. Algo semejante podemos aplicar a la vida espiritual: hay una dimensión acética que implica el decidido esfuerzo por sobrellevar las adversidades, las cruces que el Señor permite para nuestra purificación. Por ello, imploramos a Jesús la gracia para subir a la Cruz,  no para bajar de ella.

La Cruz, las pruebas que permite el Señor, no se pueden evitar, pues en todas partes, en todo momento de nuestra vida –tarde o temprano- nos vamos a encontrar con ella. Así, el desafío para nuestra alma no es cuantas cruces hay en nuestro camino, sino la manera cómo la asumimos, hecho sobre el cual se pueden dar una serie de posibilidades:

a). “Rebelarnos y alegar contra las cruces diarias”…pero ello no nos quitará el sufrimiento, por el contrario, lo termina haciendo más difícil y arduo. ¿Por qué a mí? ¿Por qué siempre me toca a mí? ¿Para qué tanto si ello está de más? 

b). “querer eliminar las causas del sufrimiento”…es entendible, pero que se haga a costa de la propia vida, constituye un suicidio moral, cercano a la locura y expresión de desidia  espiritual (inmovilidad). Rechazar el don maravilloso de la vida, para huir del sufrimiento, no es solución, por el contrario, aquel sufrimiento y dolor personal es aumentado también hacia los demás, particularmente los que nos son más próximos.

c). “Arrastrar penosamente la cruz”…el desaliento es el mal arrastrado. Así nos lo enseña un  fraile español: “Si la gente lleva su cruz a rastras, no sólo es herida por ella a cada paso, pues se nos enreda e impide andar, sino que también arrastra todas las piedras que encuentra en el camino. Si, hermanos…!la Cruz suele pesar más cuando la llevamos mal!

Un problema, una enfermedad, un dolor se hará insoportable sin la fe. ¡Solo la fe en el Señor puede explicar y dar sentido a los mayores misterios del hombre, de todo hombre, de los hombres de todos los tiempos!

Entonces, nuestra mirada de creyente recuerda lo dicho por Jesús en la oración del Getsemaní, luego de haber instituido la Eucaristía, conferido el sacerdocio ministerial a sus Apóstoles fieles, y entregado el mandato de la caridad fraterna, que celebramos este mes: “Padre, si es posible aleja de mi este cáliz. Sin embargo, que se cumpla no lo que yo quiero, sino lo que quieres Tú” (San Mateo XXVI, 39).

Nuestra Madre Santísima al ser escogida como la Madre del Mesías, nos invita y enseña a tener una diligente actitud hacia los designios de Dios: “Yo soy la servidora de Dios, hágase en mí lo que has dicho” (San Lucas I,38). En aquellas palabras, la Virgen María incluía las pruebas y sufrimientos a los cuales Dios la iba a asociar tal como le fue profetizado por el anciano Simeón al presentar a su Hijo y Dios al templo: “! Una espada de dolor atravesará tu alma!”. ¿Cuántas madres ante el drama del dolor de sus hijos no han repetido alguna vez que su alma estaba como desecha o dividida por el dolor? (San Lucas II, 35).

Como Ella, hemos de tomar libremente las cruces que nos presente el Señor a lo largo de nuestra vida, aún sin saber en toda su profundidad qué es lo que Dios desea al permitir ese camino para nosotros.

Procuraremos tomar la cruz con fortaleza y diligencia, toda vez que no se debe tomar la  cruz “de a poco”, ya que acontecería algo semejante a cuando vamos a nadar y entramos al mar “de a poco”, cosa que a todas luces se termina transformando en un martirio chino. Cosa distinta es, por cierto, cuando animosamente nos metemos al mar con un tradicional piquero. La misma cantidad de agua, la misma temperatura, la misma consistencia, tiene el agua, pero hay una gran diferencia. Ahora bien, si acaso esto lo aplicamos a la vida espiritual y a la lucha acética descubriremos que los Santos han aprendido este estilo de natación, aceptando de inmediato lo que Dios permitía para ellos.

Por esto, en medio del sufrimiento,  los mejores hijos de Dios y de su Iglesia, comprendieron que desde la fe en Jesucristo las cruces pierden su aspereza, llegando incluso a ser deseable, tal como lo repetimos en una oración de la Misa por los enfermos donde la Iglesia no duda en denominar bienaventurados (felices)  a los que más padecen. ¡Esto, que para unos resulta sorprendente sólo se comprende por medio del don de la fe!  Por lo que las palabras del Señor adquieren particular significado: “Mi yugo es suave y mi carga liviana”. ¡Un alma heroica y noble es aquella que sabe enfrentar el dolor!

“Hombre de poca fe, ¿Por qué has dudado? (San Mateo XIV, 31).

El contexto de lo que el evangelista Mateo nos relata es importante para comprender la totalidad de la enseñanza del Señor, a través del milagro obrado en medio de la tempestad. La semana anterior meditamos sobre la primera multiplicación de los panes, entonces aquella multitud reconoció al líder esperado por generaciones de hebreos, pues humanamente vislumbraban aquello que con ansia necesitan: poder revertir la situación de esclavitud parcial en la que estaban bajo el poder del César. Entonces, Jesús para desmentir esos falsos mesianismos terrenales decidió apartarse a un lugar distante, pidiéndoles a sus Apóstoles que se adelantasen a la otra orilla del Lago de Genesaret. Como era habitual, en lo alto de un cerro el Señor oraba y observaba a sus discípulos navegar mar adentro…

Los detalles que el evangelio de hoy nos entrega son elocuentes: la soledad de no estar acompañados por el Señor “habían visto caer la noche sin que Jesús se hubiera reunido con ellos” (San Juan VI,17); agotamiento físico “Jesús vio que se cansaban remando” (San Marcos VI, 47); lejanía del hogar “la barca estaba muy lejos de la orilla” (San mateo XIV, 24); estaban mar adentro “la barca estaba en medio del mar” (San Marcos VI, 47). San Juan Evangelista, que suele ser muy exacto en sus afirmaciones nos dice que: estaban  agotados “habían remado como cinco kilómetros” (VI, 19); la fuerza del viento “soplaba el viento en contra” (San Mateo XIV,24); lo impetuoso del mar “empezaron a formarse grandes olas” (San Juan VI, 18); y la fragilidad de la embarcación “la barca era sacudida fuertemente por las olas” (San Mateo XIV, 24); que era de noche “al caer la noche estaba allí solo…de madrugada fue Jesús hacia ellos” (San Mateo XIV 23.25), Parecía imposible encontrar un ambiente más hostil sobre aquella barca, ni procurando hacerlo lo habrían conseguido. Era tan adversa la realidad de la tempestad que llegaron casi a olvidar lo ocurrido –solamente- unas horas antes: cinco panes y dos pescados sirvieron para dar alimento suficiente para una muchedumbre cercana a las quince mil personas.

Semejante es nuestra experiencia: Hay días en que nos sentimos llenos de fe. Entonces, el fervor “sale por los poros”: vamos a la Santa Misa, nos confesamos, comulgamos, leemos la Santa Biblia, tenemos Dirección espiritual, pero –de pronto- surge el ímpetu de las tormentas de dudas y los vientos de debilidad, donde parece que nuestra vida espiritual comienza a naufragar como la barca de los discípulos en medio de las aguas turbulentas.

Ante esa realidad podemos aducir múltiples razones, pero todas ellas tienen como común denominador el haber prestado más atención a voces distintas de las que el Señor Jesús nos hablaba. En efecto, mientras escuchamos, pedimos y rezamos, estamos firmes en la fe.  

Para el Apóstol Simón Pedro –de oficio pescador- mientras “miró y escuchó” a Jesús, la tempestad no importaba, incluso en un momento, al bajar de la barca y dar unos pasos hacia el Señor pareció olvidarla por completo, simplemente porque estaba ante el Señor y el Señor estaba con él. Según esto, San Pedro no vaciló en bajar de la barca porque sólo escuchaba la invitación del Señor que le dijo: “! Ven!”. Más, la menor objeción será capaz de derribar un alma que desvía la mirada del Señor. Si Dios ocupa un lugar accesorio, secundario y hasta decorativo… ¿Nos puede extrañar las muchas dudas de fe? ¿Puede sorprendernos las consecuencias de una vida social que margina la vida religiosa y  la fe de su cultura?

Según un minucioso exégeta contemporáneo, en un cuarto de segundo, Simón Pedro puso su corazón en el rugir del viento y en la fuerza de las olas, por lo que de inmediato se hundió. Quizás nos  sorprenda que nuestro Señor no calmase  las olas para que Simón Pedro  caminase hacia Él. Esto lo explica sabiamente San Juan Crisóstomo: “para demostrar que a Simón Pedro no fue la furia del viento lo que lo puso en peligro, sino su poca fe”. Se hundió no por lo alto de una ola sino por lo bajo de su confianza en Jesús.

De la misma manera, más que fijarnos en las dificultades y cruces que el Señor nos presenta, hemos de  pensar que estas han sido permitidas por Él para nuestro bien, con la confianza de quienes Jesús nos ha dejado como modelos de santidad, como son los niños, que este día celebramos de manera especial.

Tal como Simón Pedro, sólo puede exclamar:”! Señor, sálvame!”, aquel que deposita toda su confianza en un Dios que cuida y salva como lo hace un niño con su padre. Lo sabemos: para un niño basta lo que dice su papá…Ya se le puede mostrar “el cielo y la tierra” pero ningún niño transa aquello que ha dicho su papá. Entonces, conviene preguntarnos hoy: ¿Estamos dispuestos a tener esa seguridad filial? Recordemos… ¿Quién cuida de nosotros cuando hemos estado enfermos? Ciertamente, nuestra Padre Eterno que se ha manifestado como un Padre Providente siempre nos cuida y protege. Verdad misteriosa, que los niños deben reconocerla según recuerda San León Magno: “Jesús ama la inocencia, maestra de humildad; norma de inocencia e imagen de mansedumbre es la niñez” (Sermón 18, capítulo 3). El Apóstol Pedro tenía un corazón de niño, por tanto todo niño debe tender a tener un corazón de apóstol. No hay mejor evangelizador de un niño que otro niño hable con su vida sobre Dios y la Iglesia. La bondad de Dios quiere llegar a la infancia con el testimonio convincente de que aquellos que siendo hoy los hijos menores de nuestra Iglesia sean por virtud y santidad en el futuro los mayores y mejores hijos de la Iglesia que son los santos. Amén.  

SACERDOTE  JAIME HERRERA GONZÁLEZ, CURA PÁRROCO.

 

 

 

 

domingo, 10 de agosto de 2014

Actividades Parroquiales Segunda Quincena de Agosto



VIERNES 15 DE AGOSTO
                       ASUNCIÓN DE LA VIRGEN
FERIADO RELIGIOSO
                          Y DIA DE PRECEPTO
                      SANTA MISA 10:30 Y 13:00 Hrs





DIA DE LA CARIDAD FRATERNA

LUNES 18 DE AGOSTO

ROSARIO CANTADO GRUPO DE MATRIMONIOS

SANTA MISA 19:30 P.M.
 

martes, 5 de agosto de 2014

MIRA QUE TE MIRA DIOS, MIRA QUE TE ESTÁ MIRANDO


 
 HOMILÍA  MISA PRO DIFUNTO DEL PADRE  JAIME  FERNÁNDEZ.

“Trabajé pastoralmente tanto en mi colegio como en la Parroquia San Martín de Tours, a la cual pertenecía. En ese trabajo descubrí mi vocación al Clero Diocesano y, bajo la dirección espiritual del Padre Alberto Hurtado ingresé al Pontificio Seminario Mayor de Santiago”.
Rector Seminario Lo Vásquez, Monseñor Jaime Fernandez Sanfuentes y Pbro. Jaime Herrera González (1982).
Con estas palabras se expresa Don Jaime Fernández Sanfuentes en una autobiografía hecha en la página web de su Parroquia en Algarrobo. Desde su primera juventud buscó, encontró y tuvo una vida cristiana donde lo normal era procurar cumplir la voluntad de Dios. Si bien tuvo en algún momento el deseo de ser médico del cuerpo, Dios le infundió la vocación de ser médico del alma, llamada que respondió permanentemente a lo largo de casi sesenta y dos años, iniciados  desde aquella hermosa jornada de aquel 23 de Septiembre del año 1950. Allí  resonó en su alma las palabras de la consagración. “Tú eres sacerdote para siempre”. Desde ese momento se comenzó a escribir una historia ininterrumpida, de grandezas y miserias, de claridades e incertidumbres, de vigores y debilidades que marcaron la vida de aquel que hoy encomendamos su alma.

“El 20 de Junio de de 1988 dejé las rectorías del Pontificio Mayor San Rafael y del Colegio Seminario san Rafael y fui nombrado Párroco de Algarrobo”.
Padre Jaime Fernández impone las manos en Ordenación del Pbro. Jaime Herrera. Junto a ellos, el actual obispo de Valparaíso, Monseñor Gonzalo Duarte García de  Cortázar (Domingo 7 de Enero de 1990).
Un par de líneas le bastaron a Don Jaime para describir los sentimientos al partir luego de varias décadas al servicio de la formación de los jóvenes, del Colegio que se honraba de denominarse “episcopal” por la especial cercanía y dependencia del Obispo del lugar, y del “pontificio” Seminario Mayor que ostentaba el título de “pontificio” desde hace sólo cinco años: hicimos una extensa fila de seminaristas, evidente, si “in ille tempore” llegamos a ser casi un centenar de seminaristas. Al caer el día –llegada la noche- como presagio de oscuridades y sequedades, silente y solo el Rector se alejó.

Los oficios rezados a coro y de alba revestidos; los himnos gregorianos entonados en la lengua madre de nuestra Iglesia, que solemnizaban y ungían de sobriedad y piedad la sacra liturgia; el silencio mayor que facilitaba la oración y el estudio, impartido por un selecto grupo de maestros venidos desde diversos ámbitos de la vida de la Iglesia; el sano esparcimiento compartido en las vacaciones comunitarias; el anhelo vivido de contagiar en los colegios y parroquias de la grandeza de una vocación recibida, en una real y testimonial promoción , el uso de una indumentaria externa que no renegase ni se avergonzase de su opción casta y perpetua, tomada consciente y voluntariamente, un clima espiritual de seguimiento fiel a las enseñanzas pontificias, el ser partícipes de las enseñanzas de la filosofía tomista, vivamente recomendada por la Iglesia, incluida la doctrina conciliar: Todo esto quedaba en el recuerdo de varias generaciones de sacerdotes que, tanto en la vida ministerial –fuera y dentro de la diócesis- serían el principal apoyo a la hora de procurar ser fieles al don inestimable del sacerdocio.


Pbro. Jaime Herrera junto al Rector Jaime Fernández Sanfuentes el día que  dejaba la rectoría de Seminario de Lo Vásquez.(1988)
“El 23 de Diciembre de 1993 dejé la Vicaría General y soy nombrado Rector del Pontificio Seminario Mayor San Rafael”

Era el día previo a Navidad. Durante cuatro años había acompañado al Padre Jaime Fernández con un título que sonaba muy rimbombante pero que no implicaba mayores honores: “Trivicario de la Parroquias de Lagunillas, Algarrobo y El Quisco”, lo que implicaba poder colaborar en un extenso territorio que iba desde Quintay hasta Isla Negra y la localidad de Los Maitenes en los faldeos de la Cuesta Ibacache.  

Facilitaba el ministerio el hecho de tener el mismo nombre: ante la pregunta quién dice la misa, padre? ¿Quién va a bautizar? ¿Quién celebrará el Primer Viernes en Mirasol? Inequívocamente la respuesta era la misma: ¡El padre Jaime! Y, los fieles quedaban felices.

Más, había una diferencia, que los mismos fieles supieron discernir: “el padre Jaime grande” y el “padre Jaime chico”. Así pasó el tiempo, y los caminos de Dios hicieron partir a ambos por la huella de una obediencia que exigía mutuamente desprendernos de algo espiritualmente muy preciado: la comunidad católica de Algarrobo y sus cercanías. ¿Por qué el dolor? Simple, porque para ambos la Parroquia de la Purificación fue el primer amor pastoral, y como suele acontecer…el primer amor nunca se olvida.

Por primera vez en aquellos días vi a quien había sido el poderoso Rector Magnífico del Pontificio Seminario porteño dejar caer lágrimas en sus mejillas: aunque sin quejas, ni sin manifestarlo,  se hacía inevitable el dolor en el silencio: se separaba de su comunidad que tanto había querido y por lo que tanto se había desvelado.

Incluso, `por esos años, alrededor del 1992, mandó a confeccionar la lápida marmolea cuyo lema fue ese: “aquí espera la resurrección quien tanto amo este pueblo”. Desde hace veinte años, ya se preparaba para estar pronto a la llamada del Señor para partir de ese mundo: Fue como sabemos muy devoto del Sagrado Corazón de Jesús. Los Primeros Viernes eran sagrados: tan pronto como predicaba en Mirasol, llegaba a atender al grupo de La Candelaria.

Del mismo modo fue devoto de San José, Patrono de la Buena muerte: y es el regalo que el Señor le tenía preparado, con claridad pudo saber las circunstancias y los tiempos cercanos a su muerte. Nada de sorpresas, lejano a los temores e incertidumbres agradeció la seriedad y confianza de sus médicos en orden a haber sido debida y oportunamente informado de la inminencia de su partida. La enfermedad para él fue la campana de Dios: hombre de vida ordenada y sistemática, habituado al sonido de las campanas escolares durante su vida rectoral de treinta años en el Colegio Episcopal Seminario San Rafael, y al bronce sonido que marcaba las horas durante los tres períodos donde ejerció como rector del Seminario de Lo Vásquez, bajo cuya guía fue elevado como Pontificio. La hora de partir no es una hora para improvisar.

Monseñor Francisco de Borja Valenzuela Ríos; Monseñor Jaime Fernández Sanfuentes; Diputado Miguel Luis Amunátegui ; Alcaldesa de Algarrobo Alicia Mönckeberg de Amunátegui; Padre  Jaime Herrera González.(1992).
 
No falta quien puede pretender aventuradamente  con títulos y pergaminos suplir, en estos tiempos de tanta incertidumbre y turbidez doctrinal, aquella fidelidad que finalmente marca indeleblemente la vida de cuantos forman y son formados en la vida como consagrados. ¡Campanas que no suenan y  flores de un día son tales iniciativas que terminan por marchitar los anhelos de perfección y búsqueda de santidad de las nóveles almas en las cuales tímidamente resuena la voz de Aquel que no deja insistentemente de decir: “Ven y sígueme”.

Rimbombantes grados académicos no fueron necesarios a Don Jaime Fernández para colocarse de pie todos los días ante sus seminaristas: bastaba el ritmo sistemático del deber cumplido, desde antes de salir el sol con la escarcha siberiana de un Seminario que entonces anhelaba con seriedad ser fiel al Pontífice y a las almas por las cuales desde ya se rezaba insistentemente. El cadencioso sonar de sus llaves colgantes, que Don Jaime portaba uniformemente, y que religiosamente guardaba con cuidado, solían anunciar que su presencia se avecinaba.

Devoción a la Santísima Virgen María.

Su llegada era signo de que la ceremonia de iniciaba, que la mesa se bendecía, o que el paseo daba sus primeros pasos: caminando a paso regular, diariamente al caer el silencio sobre los fríos muros del colonial seminario o sobre el bullente y exclusivo balneario, hoy algo más masificado,  las llaves no dejaban de moverse ni sonar al paso de la cuenta de un rosario revestido de  gratitud y engalanado de confianza.                                       

Sacerdote Mariano “de tomo y lomo”: Tuvo el regalo del Señor de poder estar durante toda su vida ministerial bajo el amparo de la Santísima Virgen María: Primero como joven Párroco de Nuestra Señora de la Purificación, y luego, en diversos períodos, bajo el manto maternal de la Purísima en el principal Santuario de Chile a cuyo regazo se consagró el Seminario de una vez para siempre.

Vida simple y austera.

El rezo del Ángelus, como recuerdo de la salutación del Arcángel Gabriel, era previo a la hora de almuerzo, una oración privilegiada: Nada sin Dios. Criado en medio de una tradicional familia católica, solía contar que supo de estrecheces y privaciones, por lo cual le parecía incomprensible y ajeno el estilo exitista y satisfecho, con que muchas de las generaciones actuales suelen vestir sus jornadas, anhelos y vivencias.

Quizás, como una antigua remembranza en la que fue esculpida el alma de las genuinas familias católicas antaño en nuestra Patria, hizo de la austeridad un claro signo de si vida: frugal en la mesa, con su mermelada de moras y dulce de membrillo, que orgullosamente recibía de quienes con cariño se lo daban,  pasaba el año completo. Es que probablemente le sabían a los recuerdos de su infancia con sus padres y antepasados en la Hacienda San Enrique de Bucalemu, en el cual un día descansaban estivalmente  las almas nobles, como su prima hermana –la Teresita- hoy elevada a los altares.   

 
Padre Jaime Fernández recibe al Presidente Augusto Pinochet y Primera Dama, Lucía Hiriart, junto al Arzobispo Monseñor Emilio Tagle Covarrubias, en inauguración del Seminario Pontificio San Rafael de Valparaíso (Marzo de 1983).
                                                                                                                                 

¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma? Es una pregunta que entonces, hizo nuestro Señor, pero que también hoy renueva  en nuestros días, y sobre todo en estos tiempos, donde la autocomplacencia, el egoísmo, la satisfacción, se empoderan de las voluntades. Es ahora, en este año de la fe que, Dios mediante, viviremos, que el estilo simple y austero de vida que llevó Don Jaime Fernández Sanfuentes se hace más creíble.

Por desgracia, lo que para el mundo es una poderosa tentación,  también se ha filtrado en los ambientes clericales, causando un enfriamiento  en los anhelos de perfección, con consecuencias tan inevitables como graves en gélidas claudicaciones y hasta traiciones a los dones recibidos.  Es cierto, tal como es menester para los esposos con el paso de los años, se hace necesario revivir siempre aquel primer amor como consagrados: recordar las promesas hechas, mantener religiosamente los horarios de oficios y deberes, insuflar el alma por medio de una genuina oración, no hecha sólo en determinados momentos sino bajo el carácter de un estado de permanente plegaria: ¡no hay ratos para orar sino la vida misma ha de ser una oración ininterrumpida!

Así, evidentemente puede envejecer nuestro cuerpo: ceder las frondosas cabelleras a las canas y calvicies; los ágiles pasos del ímpetu juvenil,  que no parecen descubrir más límites que el que sus fuerzas creen alcanzar, ceden inevitablemente al cansino paso de los años. La experiencia enseña que  puede doblegarse el cuerpo y enmudecer nuestra voz, pero no a causa de ello,  va a eclipsar el amor que juvenilmente un día hemos ofrecido al Señor con un carácter irrevocable dado,  no por las capacidades de las voluntades,  sino concedido por aquella fuerza apoyada en la gracia que Dios no deja de conceder con magnificencia a quienes, con humildad y perseverancia,  la imploran.

Al final de su caminar, la vida de quien fuera nuestro Párroco y Rector Magnífico, nos dice que se arrugó el cuerpo pero no su alma,  vacilaron sus pasos pero no sus intenciones, calló su voz pero no su ejemplo.

Por esto, nuestra Misa está marcada por la gratitud hacia Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote: por haber concedido que durante varias generaciones, tantos niños, jóvenes, seminaristas, y feligreses en general, hayan contado con la guía, segura y presente de Don Jaime Fernández Sanfuentes, que solía recordar con orgullo ser primo hermano de la primera santa en Chile y haberse dirigido espiritualmente por San Alberto Hurtado Cruchaga. Hoy, imploramos que ellos,  desde lo alto mirarán con gozo a quien procuró esmerarse en ser un sacerdote fiel a Cristo y su Iglesia. Amén.

 

 

 

viernes, 1 de agosto de 2014

LOS HIJOS DE DIOS UNIDOS POR LA SANTA EUCARISTÍA


 CICLO “A” / DÉCIMO OCTAVO DOMINGO / TIEMPO ORDINARIO.


1.      “Venid vosotros aparte, a un sitio solitario y descansad”.

El Evangelio de hoy nos sitúa inmediatamente después del martirio de Juan el Bautista. El rey Herodes, que  a causa de las intrigas de Herodías manda a ejecutar al Precursor del Redentor, había levantado los ánimos de gran parte de los israelitas, que tenían en gran estima al ejecutado, por ello, nuestro Señor siguiendo los consejos de la sabiduría humana, se retiró a un “lugar apartado”, no para desentenderse de los sucesos sino para encontrarse a solas con su Padre de los Cielos. Nueve kilómetros debieron caminar quienes querían ver al Señor y escuchar sus enseñanzas.

Más, el corazón del Divino Redentor no podía resistir los sufrimientos ajenos. Muchos enfermos eran llevados por sus familiares; los infaltables niños con su espontaneidad y transparencia, pululaban en los alrededores, lo cual movió a Jesús a enseñar extensamente, pues la tarea demoró casi “hasta el amanecer” dice el Evangelio.

Nuestro Señor con el milagro que realiza en esta jornada quería anunciar el memorial de su Pasión, por lo que incluso, en el detalle de permitir a sus Apóstoles actuar como mediadores entre la necesidad de los hombres que “no tenían que comer” y la persona del Salvador. Aduciendo problemas de tiempo, de seguridad y de alimentación, los discípulos acuden a Jesús. En esta acción vemos prefigurada la dimensión intercesora en la Iglesia de parte de los ministros de Dios y de su Evangelio.

Junto con anunciar el sacerdocio ministerial, que forma parte y da forma a la Iglesia, realiza este milagro ante una gran muchedumbre –unas quince mil personas- evidenciando la importancia de lo prefigurado: la Santa Eucaristía.

En efecto, las dos realidades sacramentales de la Nueva Alianza están íntimamente relacionadas: “sin sacerdotes no habría Santa Misa” (Arzobispo Emilio Tagle Covarrubias), a la vez que el sacerdote “vale lo que vale su Eucaristía” (S. Juan Pablo II).

 La esencia del por qué hay sacerdotes en el mundo no emerge de una necesidad exclusiva de “ayudar a los demás”, ni se agota en un asistencialismo de tipo horizontal, para lo cual,  puede hacerlo igual y hasta más próvidamente un asistente social, o un gestor cultural, o un agente en administración de recursos y personas.

Este milagro, tuvo lugar en Abril del año 29, poco antes de la celebración de la fiesta hebrea del pesaj, que conmemoraba la salida del pueblo de Israel desde Egipto hacia la tierra que Dios les había prometido. Fue un acontecimiento realizado en la llanura de Betsaida, donde el verdor de la primavera no pasó desapercibido en el relato de San Mateo: “Entonces, mandó a la multitud que se sentara sobre  la hierba”. 

En la actualidad, por la diligencia de las actividades, la comida se suele hacer con extrema ligereza: la cena se hace de pie, en un vehículo, en la propia habitación, en una bandeja individual. Los antiguos comedores de las familias se han ido achicando: de 24, a 12, a 10,  a 6, a 4 personas. No falta hoy un departamento o loft que tenga bar, living, cocina pero no un lugar para una mesa de comedor. Pero esto, no es un simple detalle sino un acto querido y significativo del Señor que quiso dar para que todos los presentes comprendieran que éste milagro de la multiplicación de panes y peces era en medio del contexto de una comida en regla.

Más aún, todo parece indicar que la ceremonia era deliberadamente simbólica referente a lo que más tarde, en la Última Cena instituiría “hasta la  consumación de los siglos”: la Santa Eucaristía. Si miramos con detención el Santo Evangelio encontramos diversas luces que apuntan hacia una misma dirección: la figura de la Eucaristía fue la multiplicación de panes y pescados. 

Primero, las mismas palabras de Jesús: “Mirando al cielo, dio gracias a Dios, partió los panes, los dio a sus discípulos, y ellos los repartieron entre la gente”; segundo, la fecha: “era cerca de la Pascua”; tercero la hora vespertina de la realización del milagro: “Al atardecer”; cuarto, la presencia de todos los Apóstoles; quinto, la decisión de nuestro Señor de dar de manera gratuita y  milagrosa, alimento a una muchedumbre, más allá de la nacionalidad, las diversas condiciones  sociales, la edad, pues “le seguían hombres,  mujeres y niños”. La universalidad del llamado a la santidad,  desde ese momento,  aparece indisociablemente unida a la conveniencia de participar del misterio de la presencia eucarística de Jesucristo, por lo que no es facultativo el ir o no a la Santa Misa.

Nuestro Señor anuncia con este milagro, el futuro desarrollo de la Iglesia que será señal y realidad del Reino de Dios: continuando con el esquema de la liturgia dominical, tres misterios son anunciados en este día: la Iglesia, la Eucaristía y el Sacerdocio.

2.      Cooperando con la gracia desde la gracia.

A lo largo de esta semana los hogares, colegios e instituciones se preparan para celebrar el Día del Niño. El jovencito de pocos años que es citado en el Santo Evangelio, nos da una soberana lección de caridad y fraternidad en Cristo. Había llevado una colación o merienda –detalle de una madre previsora- para una jornada que se suponía sería extensa: cinco panes de cebada y dos pescados. ¡Robusto ha de haber sido el joven si consideramos cómo eran los panes de aquellos años!

Pero, ¿por qué llevaba pan ese adolescente? Porque el pan constituía el elemento esencial de la mesa. Así, en hebreo “comer pan” significa “hacer una comida”. Recordemos que Homero en la Ilíada (Siglo VIII A.C) describe al hombre como “un comedor de pan”. 

¿Por qué llevaba pescado? Porque el pan debía ser tratado con sumo respeto, estando prohibido poner carne cruda encima del pan, colocar una jarra sobre él, o acercarle un plato caliente. Tampoco, `podía tirarse sus migas, las que debían ser recogidas con pulcritud, por ello,  el pan no era cortado sino partido con las propias  manos. Los pobres comían pan de cebada, los ricos pan de trigo, ambos tenían duración de dos o tres días, y tenían forma circular, por ello se llamaba “redondel”.

No menor importancia es detenerse en el hecho que Jesús usó del pan en varias etapas de su ministerio: Así, al enseñar a orar: “Danos el pan nuestro de cada día” (San Mateo VI,11); al autodenominarse como:  “Yo soy el Pan de Vida” (San Juan VI, 35), luego, en dos ocasiones para realizar el milagro de la multiplicación de los panes y, finalmente en la Ultima Cena para transformarlo en su Cuerpo diciendo: “Tomen,  coman, esto es mi Cuerpo que es entregado por vosotros”.
El aporte hecho por aquel niño con sus “cinco panes” resultaba casi insignificante para alimentar a una multitud hambrienta, pero indudablemente sirvió de base para que actuare nuestro Señor, no tanto porque Él necesite de nosotros, sino porque la Providencia estimó conveniente este medio. Dios quiso –misteriosamente- tener necesitad este día de ese aporte pequeño pero que resultó necesario por la misericordia para extenderla a muchos. Aquel día, en palabras del actual Sumo Pontífice  ese  joven misericordeó con Jesús.
Esto es lo que nuestro Señor nos exige: que coloquemos lo que podamos, pues, ¿Qué son estos panes y pescados para alimentar tanta gente? se preguntaron los Apóstoles. De la misma manera, a lo largo de nuestra vida –quizás- nos hemos hecho esta misma pregunta: ¿Qué importa lo que yo haga si no puedo mejorar eficazmente el mundo material y moralmente?
Bien lo sabemos, aunque no somos expertos nutricionistas ni sociólogos, que existe hambre en el mundo. Las estadísticas nos señalan que casi mil personas mueren a cada hora a lo largo del mundo a causa de la desnutrición. Pero, hay otras estadísticas que nos señalan que hay muchos cristianos que al interior de la Iglesia están “desnutridos espiritualmente”, y con toda seguridad nos producirían una impresión mucho más lamentable si acaso con nuestros ojos corporales viésemos lo que con los ojos de la fe conocemos. ¡No hay mayor hambruna que el hambre de Dios! Y, a esto apunta lo que nuestro Señor nos pide considerar en este texto: sentir la necesidad del alimento del alma.
La nutrición del cuerpo comienza y se desarrolla desde la gestación; de manera semejante, el alma requiere de ser alimentada desde la niñez, por esto Jesús dijo claramente: “! Dejad que los niños se acerquen a mí!”. Los niños estaban alegres cerca de Jesús, y muy a gusto estaba Jesús con ellos. No los correteaba, no los amenazaba, no los hostigaba con inalcanzables exigencias, ni los ahogaba con interminables tareas. 
San Pio X
Así, debe ser ahora. Por ello, San Pío X
dio un decreto (Quam singulari, 8 de Agosto 1910) que llenó de dicha y fe a los niños, y que a la vez, manifestaba la sabiduría permanente de la Tradición y Magisterio de la Iglesia: permitir a los niños la posibilidad de recibir la Hostia Santa desde la más temprana edad, ya que continuamente repetía que: “la Sagrada Comunión es el camino más corto y seguro de ir al Cielo”. Sabido es que en una ocasión tenía una audiencia y se acercó una madre con dos de sus hijos, uno de ocho y otro de solo seis años. Le preguntó al pequeño respecto de quién vivía al interior del sagrario, a lo que el pequeño contestó: “Dios”. Los dos niños recibieron ese día de manos del Santo Padre Pio X, la Hostia consagrada porque sabía lo que los niños más necesitaban y con qué gusto Jesús viene  hacia ellos.

3.      “Todos comieron hasta quedar satisfechos” (San Mateo).

La dimensión de banquete y sacrificio de la Eucaristía no es única ni exclusiva. Jesús nos invita a cargar con la cruz, a ofrecer y dar gracias al Padre Dios por el sacrificio cruento del calvario, por esto, sacrificio y banquete pertenecen a un mismo misterio y están unidos de forma inseparable. La comunión no es un añadido de la Santa Misa, sino una parte integrante de la misma, ya que ésta es un banquete sacrificial, de modo que participando en el banquete se participa de forma plena en el sacrificio. San Pablo nos enseña que “cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos la muerte del Señor” (1 Corintios XI, 25-26).

En igual sentido, la Tradición y los Padres de la Iglesia nos entregan estas enseñanzas: “La Eucaristía es la Carne misma de Cristo, que ha padecido por nuestros pecados” (San Ignacio de Antioquía). Y, San Agustín decía: “Comemos y bebemos el precio de nuestra redención” (Sermón IX, 10).

En este sentido, la iniciativa es del Señor. No es ya el fiel el que se esfuerza por unirse a Jesús, sino que primeramente es nuestro Señor que quiere unir al fiel cristiano a su Pasión Redentora. Más que asimilar a Cristo somos asimilados por Él. El hombre, en lo más profundo de su ser, es “hambre de Dios” porque tiene una necesidad infinita de felicidad que no puede saciar plenamente con bienes meramente terrenales.

Al momento de comulgar la Hostia Santa tenemos la máxima posesión de Dios aquí en la tierra: somos incorporados a Cristo no sólo por la gracia, tal como como sucede en los demás sacramentos, sino que participamos del mismo Cuerpo de Cristo, glorioso y vivificante. Así, todos nos unimos a Cristo, somos fortalecidos en el alma, preservándonos del pecado y alejándonos de múltiples tentaciones, que permanentemente nos coloca Satanás.

4.      “Yo haré con vosotros una Alianza eterna” (Isaías).

Otra dimensión que encontramos presente en las lecturas de hoy nos invita a meditar en torno a la figura de la Iglesia, cuyo centro y raíz está en la Santa Eucaristía: “Si comemos un mismo pan, formamos un mismo cuerpo” (1 Corintios X, 17). Contemporáneamente, se ha señalado que “La Iglesia hace la Eucaristía, y la Eucaristía hace Iglesia”. Por ello, entendemos de inmediato que a causa del misterio de la unión de Cristo con su Iglesia, no puede ésta separarse de la Eucaristía, de la cual viene y a la cual va, a la vez que la dimensión fraternal no sólo se ve fortalecida sino que sólo se hace posible desde la vivencia de la presencia eucarística en cada bautizado como miembro de la única Iglesia.
En la antigüedad cristiana se dijo que “No puede tener a Dios como Padre quien no tiene a la Iglesia como Madre” (Cipriano), reafirmando con esto lo que desde el Evangelio se ha enseñado: “extra Ecclesia nulla sallus”. ¡Fuera de la Iglesia no hay salvación! Lo cual emerge desde aquel encuentro de Jesús con Nicodemo al caer el día. Entonces, preguntó aquel magistrado judío qué debía hacer para alcanzar la Vida Eterna, recibiendo como respuesta del Señor algo que no requiere doble interpretación: “Si no naces del agua y del Espíritu Santo no tendrás vida”. Es así: la salvación eterna viene a través de la Iglesia, tal como nuestra vida ha sido gestada y cobijada por nuestra madre, en consecuencia si el mundo se aleja de la vida de la Iglesia se distancia de la Redención, porque Cristo estableció que Ella formase parte ineludible del camino de la salvación.
En todo momento tengamos presente que “Aquel que cediendo a las sugestiones  de un falso espiritualismo, pretendiera desembarazarse de la Iglesia como de un yugo o prescindir de ella como un intermediario engorroso, acabaría muy pronto abrazándose con el vacío o terminaría entregándose a dioses falsos”.
La animadversión que actualmente vemos en algunos ambientes hacia la Iglesia, tiene un origen muy claro: implica desterrar el puente que puso nuestro Señor para llegar a Él,  con el fin de abrir caminos hacia los ídolos seculares: del poder,  del tener,  y del placer.
La Eucaristía crea la unidad de la Iglesia: Recordemos que nuestra Iglesia nació del costado de Cristo, por tanto, los deseos del Corazón de Cristo deben ser los criterios que funden la acción de su Iglesia, ya que Cristo y la Iglesia son uno: “Ubi ecclesia ibi eucharistia; ubi eucharistia ibi ecclesia” (San Agustín). Así, la Eucaristía que es símbolo de la unidad de la Iglesia hace que se vea y sea fortalecida eficazmente si acaso los bautizados participamos del mismo y único sacrificio.
Dicha realidad hemos de vivirla al interior de la Iglesia doméstica, es decir al interior de la familia. Si deseamos y necesitamos mayor: comunicación, unidad y comprensión dentro del hogar, hemos de procurar acercarnos en familia a la celebración de la Santa Misa. Si ya es válido decir que familia que reza unida permanece unida, cuánto más lo será por el hecho de acudir a la Santa Misa y comulgar bien dispuestos y preparados.
5.      “Nada podrá separarnos del amor que Dios nos ha mostrado en Cristo”.
Resulta imposible no recordar, finalmente, que en la Hostia Santa tenemos un germen de resurrección y un anticipo de lo que será la felicidad en el cielo. ¡Y lo Santo lleva a lo santo! Por esto, los mejores hijos de la Iglesia al comulgar –como nuestra querida Teresa de Los Andes- describen ese día como “estando en cielo…recibí un trozo del cielo”, a la vez que –ya contemporáneamente- Su Santidad Benedicto XVI describía el día de su Primera Comunión como una jornada de cielo: “Era un don de amor que realmente valía mucho más que todo lo que se podía recibir en la vida; así me sentí realmente feliz, porque Jesús había venido a mí” (15 de Octubre 2005).
 
El alto número de los que participaron en este milagro de la multiplicación del pan, es señal del número incontable de los bienaventurados y de cuantos desde el bautismo, estamos llamados a la santidad. Ninguno puede –en léxico bergogliano- balconear respecto de seguir el camino de perfección, ni por lo tanto, ser un “espectador” ante los requerimientos, de lo divino y lo humano que necesita la Iglesia. Porque cada uno no es mejor, no es más virtuoso, no es más santo, es que en el mundo persiste tanta maldad. Alguno pensará que es poco lo que yo hago ante lo que es el mundo entero, casi insignificante como un grano de arena, pues bien, un grano puede detener nuestros pasos si cae en el ojo, y puede ese grano ser parte del más puro de los cristales. ¡Todo lo que hacemos o dejamos de hacer no sólo es visto por Dios, sino que siempre tiene repercusión! Entonces, a causa de que relegamos al lugar de los recuerdos, y en el mejor de los casos al de los accesorios, las dos normas que sintetizan la ley del Nuevo Testamento: “Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo”, es que la vorágine de maldad se cierne con fuerza a nuestro alrededor.
La asistencia a la Santa Misa nos permite participar del Reino de Dios “ya presente en medio nuestro”. La Eucaristía es anuncio de “la muerte y resurrección” de Jesús, como dice el Apóstol de los Gentiles: “Hasta que Él vuelva”.


No nos equivocamos al afirmar que un católico que comulga es partícipe de la Eternidad, toda vez que es el Cristo glorioso que viene a nosotros, quien es el único capaz de transformar nuestra vida tibia e indiferente, dándonos una esperanza nueva y cierta en la Bienaventuranza eterna de allá, fortaleciendo –a la vez- nuestra fe y caridad fraterna de acá.

 De ahí la necesidad de llevar a la vida diaria lo recibido en la Santa Misa, entonces sí, una participación  devota, consiente, participativa, piadosa nos conducirá a asumir las necesidades de nuestros hermanos más necesitados como una exigencia de la fe y de la presencia eucarística de Jesús en el mundo. Amén.


Sacerdote: Jaime Herrera González, Cura Párroco de Puerto Claro. (Agosto del 2014).