viernes, 22 de agosto de 2014

La oración como signo del Reino de Dios



CICLO “A” / VIGÉSIMO DOMINGO / TIEMPO ORDINARIO.

1.      “Cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies” (Salmo L, 19).

En este vigésimo domingo del tiempo ordinario, la liturgia dominical nos presenta, por tercera vez consecutiva uno de los milagros realizados por Jesús. En esta oportunidad San Mateo nos habla del encuentro con una mujer cananea. Sin lugar a dudas, se trata de un momento trascendente del Evangelio, y esto lo deducimos por la meticulosidad  usada por San Mateo, al momento de describir la universalidad del amor misericordioso y gratuito de nuestro Señor.

Junto a la importancia dada por el propio evangelista, encontramos también, un ordenamiento lógico y teológico, que nos entrega la Sagrada Liturgia a través de los últimos domingos, y que se refiere a la realidad del Reino de Dios: hemos conocido diversas parábolas y milagros que nos manifiestas aspectos y signos del Reino, ya iniciado y no consumado aún. Hoy, el Señor nos invita a meditar en torno a la oración, la cual debe revestirse de las mismas características de la intervención de la mujer cananea en este día: humilde, paciente y creyente.

El evangelio nos presenta  una madre atribulada por la enfermedad de su hija. Ello siempre conmueve y emociona. La tenacidad de una madre, cuando se trata de la salud de un hijo, se transforma en osadía y valentía, que no parece tener frontera alguna. Algo de ello encontramos en aquel recordado boceto a una madre escrito por el Obispo Ramón Ángel Jara al decir: “de una mujer que se reviste con la bravura de un león” si se trata de defender a sus hijos. Mas, la cananea ¡madre gentil” añade a esa bondad maternal algo que no sólo la hará noble ante los ojos del mundo, sino santa a los ojos de Dios y modelo para todo fiel cristiano.

Las ciudades de Tiro y Sidón, ubicadas en el actual Líbano y distantes unos 32 kilómetros entre sí,  eran habitadas por gentiles. Siglos atrás, judíos y cananeos se habían peleado a causa del lugar donde debería rendirse el culto al Dios único y verdadero. Mientras que unos adoraban el Jerusalén, otros lo hacían en el monte Garizim. Más los cananeos fueron expulsados para que no pervirtieran a los judíos, los cuales se muestran aquí mucho más cuerdos que los sionistas: salen de sus fronteras y se acercan a Jesús. 

2.      Una madre que implora por la santidad de su hija.

Gran fe vemos en las palabras de la madre cananea: cree en la divinidad de Cristo cuando le llama “Señor”; cree en su humanidad cuando le dice “Hijo de David”. Notable resulta constatar que aquella mujer, fue capaz de profesar públicamente lo que quienes estaban llamados desde antiguo hacerlo no se atrevieron: Que Jesús era el Mesías esperado por generaciones. La Fe recibida le hizo ver con claridad: el Verbo Encarnado presente en el mundo para salvar, para sanar, para acompañar, para purificar y para perdonar.

No pide ella, nada en virtud de sus méritos, quizás tenía temor de la reacción de los judíos; solamente invoca la misericordia de Dios cuando dice: “Señor, ten piedad de mí”. Y, hemos de considerar que pide piedad no para su hija sino para sí misma, ya que el dolor de la hija es el dolor de la madre, y con el fin de mover a Jesús a tener compasión, le presenta todo su dolor hecho un clamor: “mi hija esta con un demonio”.

Ante Jesús expone no solo el mal sino –además- la profundidad de la enfermedad. En nuestro tiempo vemos que las madres se preocupan de sus hijos. En ocasiones llegando a grados de aprehensión que no dejan de sorprender y ello está bien…pero, es necesario purificar las intenciones y rectificar los anhelos. En efecto, muchas veces las madres imploran por la salud de sus hijos, por el estudio y el trabajo de sus hijos, en ocasiones por los afectos y amores de sus hijos, mas ¿hay real preocupación por la santidad de ellos? ¿Ocupa un lugar relevante en las oraciones de los padres el que sus hijos sean virtuosos y santos?  

En esto último es posible encontrar cierta neutralidad que tiene consecuencias muy claras: se hacen grandes esfuerzos por dar una educación para tener exitosos profesionales, olvidando que muchas veces lo que determina finalmente la calidad del estudiante y del trabajador y del profesional emerge de lo que subyace en su alma.

Un antiguo refrán dice: “Es bueno ser importante, pero más importante es ser bueno”. El envase de un vino puede hacerle deseable, pero en nada mejora la calidad de lo que contiene, de manera semejante acontece al momento de interceder: hay que rezar para que los hijos sean liberados de todo vicio, sean revestidos de toda virtud, y procuren crecer espiritualmente. Como aquella joven del Evangelio que estaba “atormentada terriblemente por un demonio” hoy se hace necesario que se aúne el esfuerzo de los padres en favor de una oración de intercesión por sus hijos.

El Evangelista San Mateo cuenta que Nuestro Señor, a pesar de los gritos de la madre, no respondió palabra alguna, ante lo cual la mujer de origen siro fenicio se postró a sus pies. Era tan hondo su dolor que no se podía mantener en pie al momento de interceder por su hija: su debilidad y fragilidad  solo podía tener una actitud ante quien era su Señor y Dios: recordaba entonces lo que tantas veces recitaba en la Escritura Santa: “Al nombre de Dios toda rodilla se doble en el cielo y en la tierra”.

Con esta dilación y falta de aparente respuesta, Jesucristo quiso destacar paciencia perseverante, la fe y la humildad de aquella mujer.

De la misma manera, quiso que sus discípulos entendieran –con el ejemplo- lo necesario que es la plegaria de los Santos y la oración de la Iglesia, para obtener lo que el hombre anhela y el mundo más necesita: “Entonces, sus discípulos se acercaron a Él y le rogaron”.

Siempre descubrimos la riqueza de la oración de la Iglesia en la Sagrada Liturgia: el rezo del Breviario, la madre de todas las oraciones como es la Santa Misa, las plegarias en la celebración de los Sacramentos son respuesta a lo que subyace en el corazón de cada  bautizado. En ocasiones, el liberacionismo trasnochado coloca una división entre la oración personal y la oración litúrgica, lo cual vemos que desde el Santo Evangelio nunca tuvo dicotomía alguna. El único divorcio que se constata es cuando en vez de nacer la oración de la fe recibida se tiñe de las concepciones  de  ideologías paganas y materialistas.

Es entonces cuando aquella mujer irrumpe, enriqueciendo la intercesión de la súplica de los apóstoles con su audaz intervención que deja de lado todo respeto humano para revestirse de mayor respeto divino. A la luz de la fe, descubrió que la única vergüenza posible era la de no vivir de acuerdo a lo que creía

3.      “También,  los cachorros comen las migajas que caen de las mesas”.

La paciencia perseverante  de esta mujer que no se aventuró a contradecir; como tampoco, se entristeció por las alabanzas del resto, ni se abatió por las dificultades fue la que  le llevó a dar una respuesta engastada por las virtudes de la fe y la humildad.

Tuvo fe, porque creyó que sólo el Señor sanaría a su hija; tuvo paciencia, porque aunque muchas veces fue rechazada, tantas otras ella insistiría; tuvo humildad, porque no sólo acepta ser comparada con un cachorro, sino asume la comparación al responder:                 “! También, los cachorros caen las migajas que caen de la mesas de sus amos!”.

Resulta sobrecogedor imaginar las miradas de unos y otros ante la respuesta que da Jesús a la madre atribulada: “! Mujer qué grande es tu fe, que se cumpla lo que pides!”. Notable cómo esa mujer logró obtener lo que no recibieron los mismos discípulos…es que tan gran poder tiene la insistencia en la oración, que revestida de fe y humildad logra como arrebatar el milagro de la sanación de su hija al mismo Señor. ¡Tu hija está sana!

Esa salud restablecida hemos de verla como una nueva vida de aquella joven cananea. No fue la temporal recuperación de una dolencia física, fue algo  distinto y superior: su alma quedaba en paz, en gracia, por lo que desde ese momento podía saberse realizada como hija de Dios e hija de su tiempo simultáneamente. En realidad, Dios –ni antes ni ahora- hace milagros con los paganizados, sino que primero espera que su conversión, como en este caso aconteció.

4.      “Oh mujer, ¡grande es tu fe! Hágase como tú quieres!”.

Las buenas madres aparecen en el Evangelio y siempre muestran gran solicitud por sus hijos. Saben dirigirse a nuestro Señor con una sabiduría y perseverancia propia del ser maternal. San Agustín de Hipona nos cuenta en su libro de las  Confesiones cómo su madre Santa Mónica, -santamente- preocupada por la vida espiritual de su hijo, no cesaba de rogar a Dios por él, como tampoco dejaba de pedir a personas buenas y sabias que hablaran con él para que se alejase de herejías y de una vida disoluta. ¡Nunca lo olvidemos,  sólo después de muertas las madres son suficientemente valoradas y tomadas en cuenta! Por esto, San Agustín escribe: “Si acaso yo no perecí en el error, fue debido a las lágrimas cotidianas llena de fe de mi madre”.

Dios escucha de modo especial la oración de quienes saben amar; lo que no implica que a veces parezca guardar silencio. Nuestro Señor  espera con su aparente tardanza que fortalezcamos nuestra fe; que sea más grande nuestra esperanza; y, más confiado nuestro amor. Para sus oídos es especialmente grato escuchar las peticiones de las madres por sus hijos ¡También la de los padres! ; la de los hijos por sus padres; la oración fervorosa y diligente nace de un cariño preocupado y sincero. ¡Sólo quien ama puede orar en todo momento!

La constancia en la oración nace de una vida de fe, de confianza en Jesús  que nos escucha incluso cuando parece callar. Y esta fe nos llevará a un abandono total en las manos de Dios.

En nuestros días, el mundo nos dice que rezar es estéril e ineficaz. Más de algunos alzan slogans como “Ya no basta con rezar”. No nos cansaremos de repetir que las crisis del mundo de hoy son consecuencia de las crisis de oración. Sin ella, no sólo se hace crítica la virtud presente, sino que se hipoteca el futuro mismo. Nuestra confianza en el poder de la oración surge de la exhortación misma hecha por Jesús: “Orar siempre y no decaer”.

SACERDOTE JAIME HERRERA:  PÁRROCO DE PUERTO CLARO VALPARAÍSO

    

     

                

 

 

 

 

 

 

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