viernes, 1 de agosto de 2014

LOS HIJOS DE DIOS UNIDOS POR LA SANTA EUCARISTÍA


 CICLO “A” / DÉCIMO OCTAVO DOMINGO / TIEMPO ORDINARIO.


1.      “Venid vosotros aparte, a un sitio solitario y descansad”.

El Evangelio de hoy nos sitúa inmediatamente después del martirio de Juan el Bautista. El rey Herodes, que  a causa de las intrigas de Herodías manda a ejecutar al Precursor del Redentor, había levantado los ánimos de gran parte de los israelitas, que tenían en gran estima al ejecutado, por ello, nuestro Señor siguiendo los consejos de la sabiduría humana, se retiró a un “lugar apartado”, no para desentenderse de los sucesos sino para encontrarse a solas con su Padre de los Cielos. Nueve kilómetros debieron caminar quienes querían ver al Señor y escuchar sus enseñanzas.

Más, el corazón del Divino Redentor no podía resistir los sufrimientos ajenos. Muchos enfermos eran llevados por sus familiares; los infaltables niños con su espontaneidad y transparencia, pululaban en los alrededores, lo cual movió a Jesús a enseñar extensamente, pues la tarea demoró casi “hasta el amanecer” dice el Evangelio.

Nuestro Señor con el milagro que realiza en esta jornada quería anunciar el memorial de su Pasión, por lo que incluso, en el detalle de permitir a sus Apóstoles actuar como mediadores entre la necesidad de los hombres que “no tenían que comer” y la persona del Salvador. Aduciendo problemas de tiempo, de seguridad y de alimentación, los discípulos acuden a Jesús. En esta acción vemos prefigurada la dimensión intercesora en la Iglesia de parte de los ministros de Dios y de su Evangelio.

Junto con anunciar el sacerdocio ministerial, que forma parte y da forma a la Iglesia, realiza este milagro ante una gran muchedumbre –unas quince mil personas- evidenciando la importancia de lo prefigurado: la Santa Eucaristía.

En efecto, las dos realidades sacramentales de la Nueva Alianza están íntimamente relacionadas: “sin sacerdotes no habría Santa Misa” (Arzobispo Emilio Tagle Covarrubias), a la vez que el sacerdote “vale lo que vale su Eucaristía” (S. Juan Pablo II).

 La esencia del por qué hay sacerdotes en el mundo no emerge de una necesidad exclusiva de “ayudar a los demás”, ni se agota en un asistencialismo de tipo horizontal, para lo cual,  puede hacerlo igual y hasta más próvidamente un asistente social, o un gestor cultural, o un agente en administración de recursos y personas.

Este milagro, tuvo lugar en Abril del año 29, poco antes de la celebración de la fiesta hebrea del pesaj, que conmemoraba la salida del pueblo de Israel desde Egipto hacia la tierra que Dios les había prometido. Fue un acontecimiento realizado en la llanura de Betsaida, donde el verdor de la primavera no pasó desapercibido en el relato de San Mateo: “Entonces, mandó a la multitud que se sentara sobre  la hierba”. 

En la actualidad, por la diligencia de las actividades, la comida se suele hacer con extrema ligereza: la cena se hace de pie, en un vehículo, en la propia habitación, en una bandeja individual. Los antiguos comedores de las familias se han ido achicando: de 24, a 12, a 10,  a 6, a 4 personas. No falta hoy un departamento o loft que tenga bar, living, cocina pero no un lugar para una mesa de comedor. Pero esto, no es un simple detalle sino un acto querido y significativo del Señor que quiso dar para que todos los presentes comprendieran que éste milagro de la multiplicación de panes y peces era en medio del contexto de una comida en regla.

Más aún, todo parece indicar que la ceremonia era deliberadamente simbólica referente a lo que más tarde, en la Última Cena instituiría “hasta la  consumación de los siglos”: la Santa Eucaristía. Si miramos con detención el Santo Evangelio encontramos diversas luces que apuntan hacia una misma dirección: la figura de la Eucaristía fue la multiplicación de panes y pescados. 

Primero, las mismas palabras de Jesús: “Mirando al cielo, dio gracias a Dios, partió los panes, los dio a sus discípulos, y ellos los repartieron entre la gente”; segundo, la fecha: “era cerca de la Pascua”; tercero la hora vespertina de la realización del milagro: “Al atardecer”; cuarto, la presencia de todos los Apóstoles; quinto, la decisión de nuestro Señor de dar de manera gratuita y  milagrosa, alimento a una muchedumbre, más allá de la nacionalidad, las diversas condiciones  sociales, la edad, pues “le seguían hombres,  mujeres y niños”. La universalidad del llamado a la santidad,  desde ese momento,  aparece indisociablemente unida a la conveniencia de participar del misterio de la presencia eucarística de Jesucristo, por lo que no es facultativo el ir o no a la Santa Misa.

Nuestro Señor anuncia con este milagro, el futuro desarrollo de la Iglesia que será señal y realidad del Reino de Dios: continuando con el esquema de la liturgia dominical, tres misterios son anunciados en este día: la Iglesia, la Eucaristía y el Sacerdocio.

2.      Cooperando con la gracia desde la gracia.

A lo largo de esta semana los hogares, colegios e instituciones se preparan para celebrar el Día del Niño. El jovencito de pocos años que es citado en el Santo Evangelio, nos da una soberana lección de caridad y fraternidad en Cristo. Había llevado una colación o merienda –detalle de una madre previsora- para una jornada que se suponía sería extensa: cinco panes de cebada y dos pescados. ¡Robusto ha de haber sido el joven si consideramos cómo eran los panes de aquellos años!

Pero, ¿por qué llevaba pan ese adolescente? Porque el pan constituía el elemento esencial de la mesa. Así, en hebreo “comer pan” significa “hacer una comida”. Recordemos que Homero en la Ilíada (Siglo VIII A.C) describe al hombre como “un comedor de pan”. 

¿Por qué llevaba pescado? Porque el pan debía ser tratado con sumo respeto, estando prohibido poner carne cruda encima del pan, colocar una jarra sobre él, o acercarle un plato caliente. Tampoco, `podía tirarse sus migas, las que debían ser recogidas con pulcritud, por ello,  el pan no era cortado sino partido con las propias  manos. Los pobres comían pan de cebada, los ricos pan de trigo, ambos tenían duración de dos o tres días, y tenían forma circular, por ello se llamaba “redondel”.

No menor importancia es detenerse en el hecho que Jesús usó del pan en varias etapas de su ministerio: Así, al enseñar a orar: “Danos el pan nuestro de cada día” (San Mateo VI,11); al autodenominarse como:  “Yo soy el Pan de Vida” (San Juan VI, 35), luego, en dos ocasiones para realizar el milagro de la multiplicación de los panes y, finalmente en la Ultima Cena para transformarlo en su Cuerpo diciendo: “Tomen,  coman, esto es mi Cuerpo que es entregado por vosotros”.
El aporte hecho por aquel niño con sus “cinco panes” resultaba casi insignificante para alimentar a una multitud hambrienta, pero indudablemente sirvió de base para que actuare nuestro Señor, no tanto porque Él necesite de nosotros, sino porque la Providencia estimó conveniente este medio. Dios quiso –misteriosamente- tener necesitad este día de ese aporte pequeño pero que resultó necesario por la misericordia para extenderla a muchos. Aquel día, en palabras del actual Sumo Pontífice  ese  joven misericordeó con Jesús.
Esto es lo que nuestro Señor nos exige: que coloquemos lo que podamos, pues, ¿Qué son estos panes y pescados para alimentar tanta gente? se preguntaron los Apóstoles. De la misma manera, a lo largo de nuestra vida –quizás- nos hemos hecho esta misma pregunta: ¿Qué importa lo que yo haga si no puedo mejorar eficazmente el mundo material y moralmente?
Bien lo sabemos, aunque no somos expertos nutricionistas ni sociólogos, que existe hambre en el mundo. Las estadísticas nos señalan que casi mil personas mueren a cada hora a lo largo del mundo a causa de la desnutrición. Pero, hay otras estadísticas que nos señalan que hay muchos cristianos que al interior de la Iglesia están “desnutridos espiritualmente”, y con toda seguridad nos producirían una impresión mucho más lamentable si acaso con nuestros ojos corporales viésemos lo que con los ojos de la fe conocemos. ¡No hay mayor hambruna que el hambre de Dios! Y, a esto apunta lo que nuestro Señor nos pide considerar en este texto: sentir la necesidad del alimento del alma.
La nutrición del cuerpo comienza y se desarrolla desde la gestación; de manera semejante, el alma requiere de ser alimentada desde la niñez, por esto Jesús dijo claramente: “! Dejad que los niños se acerquen a mí!”. Los niños estaban alegres cerca de Jesús, y muy a gusto estaba Jesús con ellos. No los correteaba, no los amenazaba, no los hostigaba con inalcanzables exigencias, ni los ahogaba con interminables tareas. 
San Pio X
Así, debe ser ahora. Por ello, San Pío X
dio un decreto (Quam singulari, 8 de Agosto 1910) que llenó de dicha y fe a los niños, y que a la vez, manifestaba la sabiduría permanente de la Tradición y Magisterio de la Iglesia: permitir a los niños la posibilidad de recibir la Hostia Santa desde la más temprana edad, ya que continuamente repetía que: “la Sagrada Comunión es el camino más corto y seguro de ir al Cielo”. Sabido es que en una ocasión tenía una audiencia y se acercó una madre con dos de sus hijos, uno de ocho y otro de solo seis años. Le preguntó al pequeño respecto de quién vivía al interior del sagrario, a lo que el pequeño contestó: “Dios”. Los dos niños recibieron ese día de manos del Santo Padre Pio X, la Hostia consagrada porque sabía lo que los niños más necesitaban y con qué gusto Jesús viene  hacia ellos.

3.      “Todos comieron hasta quedar satisfechos” (San Mateo).

La dimensión de banquete y sacrificio de la Eucaristía no es única ni exclusiva. Jesús nos invita a cargar con la cruz, a ofrecer y dar gracias al Padre Dios por el sacrificio cruento del calvario, por esto, sacrificio y banquete pertenecen a un mismo misterio y están unidos de forma inseparable. La comunión no es un añadido de la Santa Misa, sino una parte integrante de la misma, ya que ésta es un banquete sacrificial, de modo que participando en el banquete se participa de forma plena en el sacrificio. San Pablo nos enseña que “cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos la muerte del Señor” (1 Corintios XI, 25-26).

En igual sentido, la Tradición y los Padres de la Iglesia nos entregan estas enseñanzas: “La Eucaristía es la Carne misma de Cristo, que ha padecido por nuestros pecados” (San Ignacio de Antioquía). Y, San Agustín decía: “Comemos y bebemos el precio de nuestra redención” (Sermón IX, 10).

En este sentido, la iniciativa es del Señor. No es ya el fiel el que se esfuerza por unirse a Jesús, sino que primeramente es nuestro Señor que quiere unir al fiel cristiano a su Pasión Redentora. Más que asimilar a Cristo somos asimilados por Él. El hombre, en lo más profundo de su ser, es “hambre de Dios” porque tiene una necesidad infinita de felicidad que no puede saciar plenamente con bienes meramente terrenales.

Al momento de comulgar la Hostia Santa tenemos la máxima posesión de Dios aquí en la tierra: somos incorporados a Cristo no sólo por la gracia, tal como como sucede en los demás sacramentos, sino que participamos del mismo Cuerpo de Cristo, glorioso y vivificante. Así, todos nos unimos a Cristo, somos fortalecidos en el alma, preservándonos del pecado y alejándonos de múltiples tentaciones, que permanentemente nos coloca Satanás.

4.      “Yo haré con vosotros una Alianza eterna” (Isaías).

Otra dimensión que encontramos presente en las lecturas de hoy nos invita a meditar en torno a la figura de la Iglesia, cuyo centro y raíz está en la Santa Eucaristía: “Si comemos un mismo pan, formamos un mismo cuerpo” (1 Corintios X, 17). Contemporáneamente, se ha señalado que “La Iglesia hace la Eucaristía, y la Eucaristía hace Iglesia”. Por ello, entendemos de inmediato que a causa del misterio de la unión de Cristo con su Iglesia, no puede ésta separarse de la Eucaristía, de la cual viene y a la cual va, a la vez que la dimensión fraternal no sólo se ve fortalecida sino que sólo se hace posible desde la vivencia de la presencia eucarística en cada bautizado como miembro de la única Iglesia.
En la antigüedad cristiana se dijo que “No puede tener a Dios como Padre quien no tiene a la Iglesia como Madre” (Cipriano), reafirmando con esto lo que desde el Evangelio se ha enseñado: “extra Ecclesia nulla sallus”. ¡Fuera de la Iglesia no hay salvación! Lo cual emerge desde aquel encuentro de Jesús con Nicodemo al caer el día. Entonces, preguntó aquel magistrado judío qué debía hacer para alcanzar la Vida Eterna, recibiendo como respuesta del Señor algo que no requiere doble interpretación: “Si no naces del agua y del Espíritu Santo no tendrás vida”. Es así: la salvación eterna viene a través de la Iglesia, tal como nuestra vida ha sido gestada y cobijada por nuestra madre, en consecuencia si el mundo se aleja de la vida de la Iglesia se distancia de la Redención, porque Cristo estableció que Ella formase parte ineludible del camino de la salvación.
En todo momento tengamos presente que “Aquel que cediendo a las sugestiones  de un falso espiritualismo, pretendiera desembarazarse de la Iglesia como de un yugo o prescindir de ella como un intermediario engorroso, acabaría muy pronto abrazándose con el vacío o terminaría entregándose a dioses falsos”.
La animadversión que actualmente vemos en algunos ambientes hacia la Iglesia, tiene un origen muy claro: implica desterrar el puente que puso nuestro Señor para llegar a Él,  con el fin de abrir caminos hacia los ídolos seculares: del poder,  del tener,  y del placer.
La Eucaristía crea la unidad de la Iglesia: Recordemos que nuestra Iglesia nació del costado de Cristo, por tanto, los deseos del Corazón de Cristo deben ser los criterios que funden la acción de su Iglesia, ya que Cristo y la Iglesia son uno: “Ubi ecclesia ibi eucharistia; ubi eucharistia ibi ecclesia” (San Agustín). Así, la Eucaristía que es símbolo de la unidad de la Iglesia hace que se vea y sea fortalecida eficazmente si acaso los bautizados participamos del mismo y único sacrificio.
Dicha realidad hemos de vivirla al interior de la Iglesia doméstica, es decir al interior de la familia. Si deseamos y necesitamos mayor: comunicación, unidad y comprensión dentro del hogar, hemos de procurar acercarnos en familia a la celebración de la Santa Misa. Si ya es válido decir que familia que reza unida permanece unida, cuánto más lo será por el hecho de acudir a la Santa Misa y comulgar bien dispuestos y preparados.
5.      “Nada podrá separarnos del amor que Dios nos ha mostrado en Cristo”.
Resulta imposible no recordar, finalmente, que en la Hostia Santa tenemos un germen de resurrección y un anticipo de lo que será la felicidad en el cielo. ¡Y lo Santo lleva a lo santo! Por esto, los mejores hijos de la Iglesia al comulgar –como nuestra querida Teresa de Los Andes- describen ese día como “estando en cielo…recibí un trozo del cielo”, a la vez que –ya contemporáneamente- Su Santidad Benedicto XVI describía el día de su Primera Comunión como una jornada de cielo: “Era un don de amor que realmente valía mucho más que todo lo que se podía recibir en la vida; así me sentí realmente feliz, porque Jesús había venido a mí” (15 de Octubre 2005).
 
El alto número de los que participaron en este milagro de la multiplicación del pan, es señal del número incontable de los bienaventurados y de cuantos desde el bautismo, estamos llamados a la santidad. Ninguno puede –en léxico bergogliano- balconear respecto de seguir el camino de perfección, ni por lo tanto, ser un “espectador” ante los requerimientos, de lo divino y lo humano que necesita la Iglesia. Porque cada uno no es mejor, no es más virtuoso, no es más santo, es que en el mundo persiste tanta maldad. Alguno pensará que es poco lo que yo hago ante lo que es el mundo entero, casi insignificante como un grano de arena, pues bien, un grano puede detener nuestros pasos si cae en el ojo, y puede ese grano ser parte del más puro de los cristales. ¡Todo lo que hacemos o dejamos de hacer no sólo es visto por Dios, sino que siempre tiene repercusión! Entonces, a causa de que relegamos al lugar de los recuerdos, y en el mejor de los casos al de los accesorios, las dos normas que sintetizan la ley del Nuevo Testamento: “Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo”, es que la vorágine de maldad se cierne con fuerza a nuestro alrededor.
La asistencia a la Santa Misa nos permite participar del Reino de Dios “ya presente en medio nuestro”. La Eucaristía es anuncio de “la muerte y resurrección” de Jesús, como dice el Apóstol de los Gentiles: “Hasta que Él vuelva”.


No nos equivocamos al afirmar que un católico que comulga es partícipe de la Eternidad, toda vez que es el Cristo glorioso que viene a nosotros, quien es el único capaz de transformar nuestra vida tibia e indiferente, dándonos una esperanza nueva y cierta en la Bienaventuranza eterna de allá, fortaleciendo –a la vez- nuestra fe y caridad fraterna de acá.

 De ahí la necesidad de llevar a la vida diaria lo recibido en la Santa Misa, entonces sí, una participación  devota, consiente, participativa, piadosa nos conducirá a asumir las necesidades de nuestros hermanos más necesitados como una exigencia de la fe y de la presencia eucarística de Jesús en el mundo. Amén.


Sacerdote: Jaime Herrera González, Cura Párroco de Puerto Claro. (Agosto del 2014).

 

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