lunes, 8 de septiembre de 2014

Corrige quien ama, quien es corregido se sabe amado


CICLO A /  VIGÉSIMO TERCER DOMINGO /  TIEMPO ORDINARIO
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1.      “Si tu no le hablas al malvado, Yo te pediré cuenta de su vida” (Ezequiel).

Las lecturas de este domingo tienen una evidente sintonía, por lo que el mensaje de Jesús es manifiesto: la obra de caridad de corregir al hermano en el error es una exigencia bautismal. No es sólo  una característica que pueda darse, no es algo que uno solo pueda escoger, no es un adorno para ser exhibido, sino que es un deber que se ha de cumplir en la mayor medida de lo posible.

Y, es que resulta incomprensible que aquel que se considera discípulo de Cristo, pueda permanecer indiferente ante el mal de los demás. En este sentido, la indiferencia es inconsecuencia. Ciertamente, todos debemos ser portadores de la gracia de Cristo –ser cristóforos- unos para con otros, toda vez que todos necesitamos de los demás y nadie se basta a sí mismo. Al ser miembros de una Iglesia, la condición bautismal nos impone el mandato de la caridad fraterna, para el mutuo y perfecto crecimiento espiritual.

En el texto del Evangelio encontramos de manera explícita la invitación a reconciliarnos con los hermanos, como requisito para acercarnos a la comunión del Cuerpo de Cristo, pues la fuente del amor no puede mancharse por el baño de rencores y desavenencias ya pasadas.

En efecto, Aquel que nos creó y nos recreó al ofrecernos su salvación, sabe de qué estamos hechos, a la vez que, mejor que nadie conoce de la fragilidad del corazón humano, por lo que el hacer las paces con quien nos hemos distanciado, siempre es un camino arduo y que exige de un conjunto de virtudes: la paciencia, la humildad, la fortaleza, perseverancia, que no pueden autónomamente avanzar si no se revisten de las virtudes teologales de: la fe, la esperanza y la caridad. Por cierto, nos cuesta perdonarnos porque somos pecadores.

Sin esfuerzo y sin la gracia, reconciliarse y perdonar resulta humanamente imposible.

Es por esto, que frecuentemente acontece que, si acaso alguien nos ha ofendido, esperamos que él venga a pedirnos perdón, esperamos que el otro dé el primer paso, procurando calcular el grado de razón que poseemos para, de esa manera,  justificar nuestra modo de actuar, puesto que calculamos: si tengo la razón y es el otro quien actuó mal, luego no doy el primer paso ni perdono.

Sobre esto, conviene tener presente que es mejor y más perfecto tomar la iniciativa del primer paso y –simplemente- perdonar. Hoy, nuestro Señor nos habla de la corrección fraterna del que ha caído y está en el error…Tema difícil, toda vez que habitualmente resulta más expedita la vía de la maledicencia, que diluye la honra de terceros.

Más, tampoco actuamos según las enseñanzas de Cristo si acaso hacemos vista gorda de las ofensas, simplemente ocultándolas,  como lo hacemos con la tierra de un aseo mal hecho escondiéndola bajo la alfombra. En realidad, hacerse el desentendido no conlleva el perdonar una ofensa, cuyo origen nace de las entrañas del corazón vuelto a Dios, que misericordiosamente permanece  vuelto al hombre.                             

Al comienzo de cada Santa Misa hacemos el acto penitencial donde reconocemos nuestros pecados de “pensamiento, palabra, obra y omisión”, estos últimos son aquellas cosas que pudiendo hacer, no las hicimos, sea por descuido, negligencia o pereza. Y, aquella “falta de omisión” puede llegar a constituir una falta grave si acaso la materia se refiere a la caridad fraterna. Sabemos que es un deber de caridad hacia el prójimo, es una obre de misericordia, corregir diligentemente a quien está en el error, y lleva una conducta ajena a las enseñanzas del Santo Evangelio, de la Iglesia e inscritas en la conciencia moral y en el orden natural.

Sabiendo que una persona ha actuado mal, nos podemos preguntar hasta qué punto podemos callar, pasar por alto la ofensa, o permitir que siga en el error, en el pecado. Esto es lo que Jesús hoy nos responde claramente.

Cuando una persona ama de verdad, a su vez ama la verdad.  No existe oposición entre querer a alguien con hacerle saber que lo que ha hecho está mal, por el contrario es parte del amor más sincero aquel que sabe decir,  por el camino adecuado y en el tiempo más oportuno, buscando las circunstancias más propicias, lo que objetivamente está mal en el obrar de un ser querido.

De manera semejante, quien se sabe querido entiende que -muchas veces- debe ser corregido, viendo tras ese llamado de atención un cariño intransable, que busca el bien espiritual y moral del ser amado. En ocasiones, ¡cómo no intervenir si está de por medio la salvación eterna de la persona amada! Entonces, es un imperativo hacerlo.

Quien se sabe amado y se ve corregido nunca percibirá una mano de piedra ni un corazón gélido al verse interpelado por aquel que sabe que le quiere., y que,  en el caso del seguimiento de determinadas vocaciones ha recibido el encargo de impartir una buena y cristiana educación al interior de su comunidad y de la pequeña iglesia que está llamada a ser cada familia.

La sabiduría de los pueblos es antigua, y en ocasiones los refranes encierran no poca certeza y vigencia: Por ejemplo, “quien te quiere, te aporrea”. No se trata de una incitación a la violencia siempre reprobable, tanto de palabra, acto y pensamiento, sino de descubrir lo arduo que implica enseñar a quien está equivocado. Es que el camino de la corrección fraterna es siempre “cuesta arriba”, es decir amerita el sabor ingrato que experimentaban los antiguos profetas al denostar los males cometidos cuyas consecuencias serían males aún mayores por conocer.

El camino de rebajar las exigencias, de parte de los padres y de quienes ejercen en el mundo de la formación de personas, con el supuesto fin de “ganarse” la confianza y cercanía de los formandos, no parece ser la vía más segura para obtener finalmente una formación madura e integral, que nunca dejará de incluir en su programa: los deberes,  las exigencias, los sacrificios y la responsabilidad, todo lo cual, en nuestros días parece ser parte del tabú impuesto  por las enseñanzas denominadas políticamente correctas y modernas que encierra todo liberalismo.

¡Nunca podemos abdicar en la misión de ejercer la caridad fraterna hacia quienes la necesitan!

En efecto, no hemos de temer practicar la caridad fraterna, pues el no hacerla es un pecado grave, en tanto que el hacerla bien, es un acto meritorio, santificante para quien es sujeto y objeto de dicha obra de misericordia como es la corrección fraterna.

No hacerlo oportunamente conlleva a la mutua recriminación  y  a albergar sentimientos de cobardía culposa, que ocasionan que por el hecho de quedarnos callados se destruye la sana convivencia al interior de las comunidades católicas y de las familias. ¡Corregir construye, callar destruye!

2.  “Si no te escucha, lleva a dos” (San Mateo XVIII, 16).

Mucho se habla en las últimas décadas de la sociedad de consumo, en la cual por diversos medios de comunicación, la invasiva propaganda nos ofrece lo que no necesitamos, colocándonos como urgente lo que es simplemente superfluo, todo lo cual lleva a una desmedida preocupación por los bienes materiales, como si estos fuesen la solución definitiva para la obtención plena de la felicidad. Más,  esa dedicación por acumular cosas va de la mano, casi siempre-  con la neutralidad en el plano moral.

El ejercicio para verificar lo anterior puede ser simple: si compro un computador, ¿me preocupo de lo que en él se hace?...Si entrego una determinada cantidad de dinero a un hijo ¿tengo la certeza en lo que se gastará?…Los hijos aunque no lo digan en forma explícita, ni lo reconozcan oportunamente, buscan seguir una voz segura, una huella clara que no se avergüence ni claudique al momento de dar pautas y corregir fraternalmente si ello se hace  necesario. El camino que lleva a ganarse a los hijos pasa por gastarse en los hijos. 

Así nos lo recordaba San Agustín de Hipona: “Si corriges a tu hermano por amor a ti mismo nada haces. Si lo corriges por amor a él, puedes ganarle”.

Sabemos que la caridad es ordenada. Se dirige –primeramente- hacia quienes son parte de nuestra familia. Ellos son el prójimo concreto e inmediato, sujeto de la caridad aplicada por medio de la corrección fraterna. El Señor Jesús nos pide ir primero donde nuestro hermano y hablarle, procurando convencerle con el bálsamo de la caridad hecha atención, ocupación, diligencia, oportunidad, y tiempo necesario. ¡Eso no sólo conmueve, además, convence!.

Constatamos así, cuan sabia y verdadera es la aseveración hecha por Jesús en el Santo Evangelio: “Anda a hablar con él”. Esto es un mandato no es una invitación.

No es el deseo malsano de la denostación pública, ni la búsqueda enfermiza de causar daño en quien ha obrado mal, sino la respuesta al interés por su salud espiritual, como respuesta a nuestra condición bautismal, y con el anhelo de formar una comunidad y familia cada vez más virtuosa lo que mueve al creyente a avanzar por el delicado camino de la corrección fraterna. Resulta sugerente que el Señor haga hincapié en hablar de la pareja: “Si no te hace caso, lleva a dos”, “si dos de ustedes unen sus voces” (v.19), “donde hay dos reunidos en mi Nombre! (v.20).

La corrección fraterna no tiene como finalidad el culpar sino que esencialmente busca la conversión. Por esto, hemos de implorar al Cielo que nos conceda el don de encontrar las palabras más adecuadas, de saber esperar la ocasión más oportuna, de gastar las rodillas y apretar el corazón orando a Dios por quien vamos a corregir, sabiendo que si acaso ya puede ser dificultoso aceptar que otro nos haga ver nuestros pecados, es aún más complejo el saber decirlo.  

El imperativo de la comunión, que tiene a Dios como su razón de ser, nos lleva a mantener una actitud donde la corrección fraterna sea tenida como un camino valioso para la búsqueda de la santidad y perfección como fieles católicos.

Terminemos  recordando un trozo del Catecismo de la Iglesia: “El menor de nuestros actos hecho con amor repercute en beneficio de todos, en esta solidaridad entre todos los hombres, vivos y muertos, que se funda en la comunión de los santos. Todo pecado daña a esta comunión”. Amén.

 

PADRE JAIME HERRERA GONZÁLEZ, CURA PARROCO DE PUERTRO CLARO

 

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