viernes, 12 de septiembre de 2014

Santa Misa de Campaña día 11 de Septiembre del 2014

   “AMAR  A QUIENES SON NUESTROS ENEMIGOS”.

Misa de Campaña 11 de Septiembre 2014
El Evangelio que hemos proclamado nos hace subir al Monte de las Bienaventuranzas, ubicado en la orilla noreste del Mar de Galilea, ente Cafarnaúm y Genesaret. Tanto los evangelistas San Lucas como San Mateo lo citan como un lugar de perfecta acústica –como un anfiteatro natural- lo que permitía que muchas personas escuchasen nítidamente lo que a la distancia se proclamaba. Ese fue el lugar escogido por Jesús para anunciar su primea enseñanza, las cuales tienen como inicio las nueve Bienaventuranzas, seguidas por la invitación a ser sal del mundo y luz del mundo, para culminar con una serie de indicaciones, algunas de las cuales hemos escuchado hoy.
El mensaje fue más que un balde de agua fría a los criterios de entonces, un bálsamo que venía a dar pleno sentido a las realidades más profundas del hombre. Atingente es recordar las palabras del Papa Benedicto XVI: “Dios no quita nada, lo da todo”. Y, es que la base de la doctrina del Evangelio se fundamenta en el amor, es decir, en la persona misma del “Dios que es amor”.
Desde esa realidad, tangible y visible en la persona misma de Jesucristo, definitivo revelador de Dios Padre, encontramos la lógica del cielo que para los mundanos puede resultar sino necedad al menos una locura. Una y otra vez verificaremos que la venida de Cristo al mundo, su vida y enseñanzas, ha sido, es y será permanentemente un “signo de contradicción” tal como lo profetizó el anciano Simeón al tomar a Jesús recién nacido en sus brazos y decir a sus padres: luz que alumbrará a los paganos y que será la honra de tu pueblo Israel” (San Lucas II, 25-35).

El Santo Evangelio nos pide algo más que no tener enemigos. Para ello bastaría nuestro simple silencio, como el de aquellas figuras niponas conocidas como sansaru que “no ven, no oyen, y  no hablan”.

Reconocer lo que enseña Jesús es desafiante: porque el amor debe ser la única clave de los discípulos de nuestro Señor. Dios nos pide amar al enemigo, es decir: hacer un amigo de quien se considera enemigo nuestro e implica decir bien (bendecir) , orando por ellos. Mientras que en la antigüedad era algo natural el odio a los enemigos, desde aquel día de las Bienaventuranzas hay una invitación a “ser compasivos como nuestro Padre de los cielos es compasivo”.
Este estilo nuevo de vivir implica no responder intempestivamente a una ofensa, a dar de lo nuestro, incluso de lo que nos puede ser necesario, a tener un espíritu magnánimo que sobrepase y se sobreponga a las ingratitudes, incomprensiones, persecuciones y desprecios. ¿Qué es ello ante la grandeza de saberse amado por Dios? ¿Qué es eso ante la felicidad que implica saber que se ama con Dios?
Para algunos “colocar la otra mejilla” y “dar vuelta la página”, es visto como un acto de debilidad. A la luz de la fe, descubrimos que el amor en Cristo es la realidad capaz de transformar el universo desde lo más básico y simple. ¿Quién no recuerda las palabras de San Juan Pablo II al culminar la Santa Misa de beatificación de Santa Teresa de los Andes?: “¡El amor es más fuerte! ¡El amor vence siempre! ¡El amor puede más!”.
La persona que permite germinar el rencor y la venganza en su alma, y que nutre de odio y maledicencia su corazón, termina anquilosando su vida. Igual cosa acontece cuando esto se expande al resto de la sociedad: los denominados muros memoriales se transforman en panfletarios símbolos de cemento y vidrio, que desde perspectivas sesgadas manifiestan una memoria amnésica.

No hay otro camino para la verdadera reconciliación de una sociedad que pase al margen de la persona de Jesucristo. ¡Sin amor el odio no se supera nunca! Es la falta de verdadera religiosidad, de una sana espiritualidad, lo que posibilita que al interior de nuestra Patria subsistan nidos donde el odio se reviste de: desesperanza, de venganza, y de violencia. ¡Sólo el retorno a Dios permite el encuentro entre los que están llamados a ser sus hijos!.
Jesucristo en el Sermón de la Bienaventuranzas promete una vida nueva, una Vida Eterna a quien recorra cada una de las exigencias del Santo Evangelio, particularmente a los que aman al prójimo y a sus enemigos. A esto apuntan los últimos versículos que hemos escuchado: “Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará; una medida buena, apretada –para que quepa lo más posible- , remecida, rebosante-desbordará de sus propios límites-. Porque con la medida que midáis se os medirá”.
En esta lógica del cielo que es locura para muchos, hoy nosotros no podemos dejar de citar las palabras del actual Sumo Pontífice: “Dios jamás se cansa de perdonar, pero nosotros, a veces, nos cansamos de pedir perdón. No nos cansemos nunca, no nos cansemos nunca. Él es Padre amoroso que siempre perdona, que tiene ese corazón misericordioso con todos nosotros. Y aprendamos también nosotros a ser misericordiosos con todos” (17 de Marzo del 2013).
Resulta razonable, para cualquier persona, querer a los que le quieren y hacer el bien al que le ha hecho un bien. Pero, esa conducta -más allá de lo comprensible- no implica mayor compromiso, a la vez que en nada la distingue de la que eventualmente puede tener un no creyente. A quienes hemos sido bautizados, a cuantos hemos leído la Santa Biblia, y creemos en las promesas hechas por Dios a Abraham y descendencia, se nos pide “algo más”, “un plus”. ¡Nuestro Señor nos pide siempre ir más allá! 
Hemos de tomar siempre la iniciativa al momento de hacer un bien, aunque ello ocasione incomprensión. El imperativo del amor de Dios debe hacernos buscar el bien de todos, abrigando sentimientos de perdón, de generosidad, de cercanía, de paz no exenta de sana alegría. Y, ¿por qué nos pide Dios dar este paso a nosotros? Porque, desde el bautismo hemos sido partícipes de su gracia, porque hemos saboreado de su Palabra, y porque tenemos el imperativo de ser testigos creíbles y creyentes de ser hijos del cielo.
El “ir más allá” implica transitar de lo justo hacia el amor, recordando que el amor siempre será superior a la justicia.  Y este paso solo se entiende darlo desde la fe, sin la cual resulta tan ilógico como incomprensible.
En esta Santa Misa, rezamos de manera especial por aquellos miembros de las Fuerzas Armadas y Orden que han partido de este mundo, y asumieron la misión de restaurar el orden institucional y la vida económica, la cual según los Obispos en Chile- estaban “tan gravemente alterados”. Y, grandes problemas requieren de grandes soluciones: La debacle social, económica, iba de la mano con la honda crisis moral y espiritual de aquellos años. Ese mismo Episcopado, en la primera declaración luego del Pronunciamiento Cívico-Militar del 11 de Septiembre dijo: “Que se acabe el odio, que vuelva la hora de la reconciliación. Confiando en el patriotismo y desinterés que han expresado los que han asumido la difícil tarea de restaurar el orden institucional y la vida económica del país, tan gravemente alterados, pedimos a los chilenos que, dadas las actuales circunstancias, cooperen a llevar a cabo esta tarea, y sobre todo, con humildad y con fervor, pedimos a dios que los ayude” (Declaración de los Obispos, número 19, del Jueves 13 de Septiembre de 1973).
Es una obra de misericordia rezar por los fieles difuntos, lo que hacemos implorando la misericordia del Señor desde la gratitud de haber visto a nuestra Patria resurgir de las cenizas a la que la ideología “intrínsecamente perversa” del marxismo llevó en una espiral de odio y lucha de clases a lo largo de casi mil días a esta tierra bendita.
Si ayer, la mirada de la familia se elevaba al cielo clamando ser liberada de las ataduras de un mundo sin Dios; en el presente, atentos y vigilantes a cada acontecimiento de nuestra Patria nuevamente imploramos que el  Señor desde el Cielo nos ilumine y fortalezca para hacer cada día una Nación más desarrollada, más caritativa, más fraterna, más de Dios. Amén. 

Pbro. Jaime Herrera González, Sacerdote Diócesis de Valparaíso.

Parroquia Nuestra Señora de las Mercedes de Puerto Claro.

 

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