lunes, 6 de octubre de 2014

¡Los primeros en entrar al Reino de Dios!


 
 DOMINGO VIGÉSIMO SEXTO  /  TIEMPO ORDINARIO  /  CICLO “ A” 

1.      “Ha abierto los ojos y se ha apartado de todos los crímenes que había cometido; vivirá sin duda, no morirá” (Ezequiel, XVIII, 28).
En una ocasión dijo un sacerdote español, en su estilo directo y pamplonés: “La Iglesia es un desfile de cojos”, añadiendo que “avanzamos pero rengueando”. No imaginé que lo que hace tres décadas decía un Doctor en Teología, de la antaño prestigiosa Universidad Gregoriana de Roma, lo experimentase en primera persona de manera tan plástica.
La cojera, al igual que tantas otras dificultades físicas, entraña múltiples frases del consabido refranero popular, de las cuales en dos nos vamos a detener inicialmente: “No hay cojo bueno” y “Todo cojo le echa la culpa al empedrado”.
La primera es clara: Se cojea porque se está enfermo. La cojera es una consecuencia de algo mayor, es un síntoma visible que evidencia una dolencia no necesariamente perceptible de manera exterior. Personalmente, tres personas me han llamado “incapacitado”. La primera que lo hizo fue un carabinero porque ocupaba un estacionamiento para “minusválidos”, pero él lo hizo algo más claro: “Este espacio es para ustedes los incapacitados”. La primera reacción fue  como de molestia. No es una palabra que entrañe afecto, preocupación, atención, y en ocasiones tiene un resabio peyorativo y algo excluyente.
Pero aquel servidor público tenía razón en lo que decía. Aunque físicamente no estamos para correr la Maratón, hay cosas que queriendo hacer nos vemos impedidos: hay un límite evidente que nos coloca freno para desplazarnos con total autonomía y deseada diligencia, por eso caminamos –al decir de un buen amigo ya fallecido- “despacito por las piedras”.
Esto me hace recordar lo que nos enseña la primera lectura de este día, y el santo evangelio: nos hablan de aquella condición pecadora del hombre que ha sido vencida por la misericordia de Dios desde la muerte y resurrección del Señor Jesús.
De buenas a primera, no suele ser fácilmente recibida la denominación de pecadores. Si una persona nos dice: ¡tú eres un pecador! Y, además le añade un adjetivo calificativo como empedernido y contumaz, uno puede molestarse. Pero, en el fondo ¿No es verdad acaso que somos pecadores?
Por cierto, creemos en el dogma del pecado original, según el cual sabemos que toda persona que viene a este mundo nace con la consecuencia de la falta cometida por Adán y Eva en el Paraíso terrenal, lo que hace que nuestra naturaleza esté debilitada e inclinada al pecado. Esta verdad revelada y explicitada por la Iglesia, nos lleva a entender que la Iglesia nuestra es santa, por su fundador por sus sacramentos, por su oración, por sus medios y fines, a la vez está constituida por nosotros miembros pecadores llamados, por el camino del arrepentimiento, a la conversión y a la vida nueva por medio de la gracia santificante. El profeta Ezequiel lo dice claramente respecto de aquel hombre pecador quien “Ha abierto los ojos y se ha apartado de todos los crímenes que había cometido”, por lo cual “vivirá, sin duda, no morirá (XVIII, 28).
No sólo no debemos avergonzarnos de ser llamados “pecadores”, ni ha de sorprendernos que al interior de la Iglesia, quienes estamos bautizados, a causa del pecado en primera persona,  no estemos a la altura de nuestra condición de hijos de Dios y de la Iglesia Santa. “! Cojeamos!” como Iglesia, es verdad, lo experimentamos y sabemos perfectamente.
Pero, hay una diferencia, que es esencial con relación a los que carecen de la fe, y miran desde la galería de los medios de comunicación la vida de la Iglesia actual. Nosotros sabemos de nuestra cojera, pero avanzamos porque la promesa de Dios de una Vida Eterna hace que tengamos renovadas fuerzas, a la vez que nos ofrece los sacramentos como “bastones”(Santa Eucaristía) , “sillas de rueda” (extremaunción), “alas” (confirmación) , “barandas” (matrimonio y sacerdocio) para que sigamos adelante en nuestro caminar. El católico puede cojear pero sigue en su caminar; puede pecar, pero, arrepentido vuelve al camino cuantas veces sea necesario, porque tiene la certeza que el amor puede más que su pecado.
¡Bendita cojera que nos recuerda la bondad de Dios! ¡Bendita falta que nos lleva a experimenta una vez más la caricia del perdón de Dios por medio de la confesión sacramental! ¿No dice nuestra liturgia pascual: Oh feliz culpa que mereció tan gran Redentor? Entonces, cuando escuchemos ese refrán “no hay cojo bueno”, hemos de reconocer que es verdad, porque si no estuviera así, sería un hombre sano, pero si su cojera evidencia su debilidad, también, manifiesta su fortaleza, tal como señala San Pablo: “Solo cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Corintios XII, 10).  En otras palabras: ¡Me complazco en mi debilidad!
La Iglesia no es un desfile de santos y perfectos, sino que es un desfile de quienes están llamados a ser santos y perfectos.  Por esto, con el Salmista proclamamos: “Bueno y recto es el Señor; por eso muestra a los pecadores el camino; conduce en la justicia a los humildes, y a los pobres enseña su sendero (Salmo XXV, 8-9).
2.       “Os digo que los publicanos y mujeres de mal vida llegan antes que vosotros al Reino de Dios” (San Mateo XXI, 28-32).

El segundo refrán que hemos citado es sabido: “el cojo le echa la culpa al empedrado”. Es curiosa la tentación de culpar a todo lo que está a nuestro alrededor cuando estamos debilitados en el caminar. La más insignificante piedra es objeto de los más enconados epítetos, contra el responsable de su mantención, por lo que cualquier elemento será causa de nuestra excusa de cojear. Con ello, nuestras eventuales caídas y tropezones  no son a causa de nuestra debilidad sino de elementos ajenos, por lo que no es nuestra culpa ni responsabilidad el trastabillar sino que la culpa la tiene la vereda, la calle y cualquier cosa que no seamos nosotros.
También, en la actualidad se culpa a los medios, a la sociedad, al ambiente, de nuestros pecados. La tentación reinante en los últimos siglos bajo el naturalismo hace que el católico no reconozca su condición pecadora, por lo cual haga recaer toda culpabilidad en las cosas. No nos engañemos, la herejía naturalista no es una tentación  poco extendida,  sino por el contrario,  está presente en muchos ambientes confesionales y pastoralmente de primera línea.
El naturalismo, como el agua, busca los recovecos más imposibles para corroer la fe al interior de nuestra Iglesia, pretendiendo hacer ineficaz e innecesaria la redención, al Redentor y los redimidos. Entonces, ¿qué sentido tiene ser perdonados si acaso nunca somos culpables ni por lo tanto sujetos de mérito posible? ¿Para qué acudir a confesarnos si la culpa radica en la sociedad que vivimos? ¿Para qué perdonar y pedir perdón de lo que nunca somos responsables? ¿Para qué servir a una sociedad que es la causa de los males del mundo?

Decir: “El cojo le echa la culpa al empedrado” nos hace tomar conciencia que el mal debe ser desterrado primero del corazón del hombre. Allí radican los anhelos, deseos, iras y perdones, por esto,  sólo la gracia dada por Jesucristo -por medio de su Iglesia- es capaz de transformar nuestra vida entera. ¡Él es el único capaz de hacer que nuestra vida cambie de verdad!
Por esto, en el Evangelio leemos la respuesta que da a los “príncipes de los sacerdotes” hebreos, y los dirigentes religiosos israelitas, con los cuales “estaba hablando” (del hebreo: jumin: ustedes). Lo hace por medio de tres parábolas juntas: la “de los dos hijos”, la de “aquellos viñadores homicidas”, y la de “los invitados a las bodas”, en ellas evidencia el rechazo de los israelitas y la invitación universal a la bienaventuranza, que pasa por el perdón de Dios y la conversión del pecador, sin exclusión de ningún tipo,  respecto a la vida previa antes de ser partícipes de la misericordia de Dios.
Ambos hijos son como un resumen de la respuesta que hay ante la invitación que Jesús nos hace: quien llama a todos: a los buenos, para que sean mejores; y a los malos para que sean buenos, por lo que todo bautizado debe saberse participe del camino de la salvación, que incluye la conversión. ¡Nunca estamos totalmente convertidos! Necesitamos entender la necesidad de la gracia de Dios para en todo momento vivir en su presencia.
Recordemos la parábola de hoy: Orden al primer hijo: ¡Vete a trabajar en mi viña”. Respuesta: ¡No quiero! Acción final: Arrepentido, fue a trabajar. Orden al segundo hijo: Vete a trabajar en mi viña. Respuesta: ¡Si, señor, voy! Acción final: No fue.
El segundo hijo tiene una obediencia aparente, se porta bien socialmente, pero no cumple la voluntad de su padre. Hay una respuesta hipócrita, que quiere quedar bien con todos. Ese es el camino más expedito para quedar siempre mal con todos. Quienes frecuentemente hablan de una Iglesia consecuente con los criterios del mundo, de una Iglesia acomodada terminan viviendo una vida cómoda, como la de aquel hijo que respondió inicialmente sí, pero se quedó en su casa sin ir a trabajar al campo de su padre. En nuestro tiempo la pedida del valor de la palabra empeñada lesiona gravemente la vida en la sociedad.  Creemos poco en nuestras palabras y en las de los demás: la palabra ha perdido fiabilidad, entonces emerge con fuerza la desconfianza, el temor, el secretismo, la manipulación. Las palabras del primer hijo estaban escritas en agua: se diluyeron rápidamente.
Nunca Jesús pudo entenderse con los fariseos porque estaban llenos de sí mismo y no necesitaban de la gracia, del perdón y de su misericordia. La vida católica debe afectar la tranquilidad, la comodidad, el llevarse bien con los criterios de una sociedad que se alza a espaldas y contra el Evangelio mismo.

El primer hijo, responde que no. Es decir, lleva una vida contraria a lo que su padre le pedía, pero luego recapacitó, se convirtió, y dijo como aquel hijo prodigo: “pediré perdón y volveré a la casa de mi padre”. Bajo el rostro de los más rechazados de aquel tiempo como eran los judíos que recaudaban impuestos para los romanos y quienes llevan una vida públicamente infiel, nuestro Señor nos invita a consideran de cuánto más hemos sido perdonados, cuántas oportunidades extras nos ha dado, para recibir su gracia y cumplir su voluntad en el fiel seguimiento de Jesús. Amén.

PADRE JAIME HERRERA, PÁRROCO DE PUERTO CLARO EN VALPARAÍSO.

No hay comentarios:

Publicar un comentario