viernes, 5 de diciembre de 2014

Preparando la venida de Jesús

 SEGUNDA DOMINGO / TIEMPO  ADVIENTO / CICLO “B”.


1.      “Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas”  (San Marcos I, 1-18).
En esta semana encendemos el segundo cirio de la corona de Adviento. Es el peldaño siguiente al testimonio de los profetas anunciando el nacimiento de Cristo que nos dicen: “Trazad en la estepa una calzada recta a nuestro Dios(Isaías IL, 1-5. 9-11).  En esta oportunidad bajo quien hace de eslabón entre el Antiguo y el Nuevo testamento, denominado como el precursor del Señor: San Juan Bautista. Aquella “voz que clama en el desierto”, terminará anunciando el sacrificio definitivo de Jesús, derramando su sangre por su fidelidad.
En instancias donde la vorágine de las actividades de fin de año parecen abducir nuestro tiempo entre: graduaciones, cenas de fin de año, ceremonias del amigo secreto, exámenes de fin de curso, postulaciones a nuevos empleos, evaluaciones de toda índole, balances financieros, viene a nuestro encuentro la figura austera y veraz de quien tiene el privilegio de señalar como ya presente, al “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (San Juan I, 29).
Ya en ese momento, la voz aparentemente solitaria en medio del desierto hace escuchar su mensaje a las muchedumbres que confiadas acuden hacia él, cambiando de vida y preparándose para recibir a Aquel que, asumiendo en todo la condición humana sin dejar de ser Dios,  se hace presente para rescatar lo que estaba irremediablemente perdido de no mediar su presencia e intervención salvífica. ¡Cristo viene al mundo para perdonarlo! Por ello, es presentado como un Cordero, imagen que resulta relevante si consideramos que aparece en el Antiguo y Nuevo Testamento, que es uno de los nombres que recibe Jesús, y que ocupa un lugar de primera importancia en la predicación y enseñanza de la Iglesia naciente como a lo largo de la vida litúrgica hasta nuestros días.
En efecto antes de comulgar, el sacerdote alzando la Hostia Santa dice: ¡Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo!, respondiendo los fieles,  con a mano puesta en su corazón: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”.
En la Antigüedad se presentaba un cordero en el altar del tabernáculo como sacrificio por los pecados cometidos. Se llevaba el animal para ser sacrificado y colocando la mano sobre él decía: “Yo he pecado y merezco morir, pero Dios ha permitido a este cordero que tome mi lugar”. Entonces, el cordero era como el sustituto de aquella persona.
En los tiempos del Antiguo Testamento, antes de que viniera Jesucristo a la tierra, Dios mandó a la gente traer un cordero al altar del tabernáculo como sacrificio por sus pecados. La persona que llevaba el cordero ponía su mano sobre el cordero y decía algo así: "Yo he pecado y merezco morir, pero Dios ha permitido a este cordero que tome mi lugar." Luego el sacerdote mataba al cordero. Dios permitía a un cordero inocente morir en lugar de aquella persona, como luego dirá el Nuevo Testamento: “Sin derramamiento de sangre no hay perdón de los pecados” (Hebreos IX, 22).  Así, el cordero era el substituto de aquella persona.
¿Cuáles eran las características de ese cordero? La mansedumbre y docilidad al momento de ser sustituto por los pecados del mundo. Es el mismo Cristo quien dijo de sí mismo: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón” (San Mateo XI, 29).
Por esto, el profeta Isaías anunció que el Mesías esperado vendría bajo la apariencia de un cordero sacrificado: “varón de dolores, experimentado en quebranto” (Isaías, LIII, 3-5), donde cada sufrimiento tendría un sentido sanante y restitutivo, por ello, quien era el Autor de la gracia se hizo “pecado” para perdonar al mundo de su maldad.
“Sobrellevó nuestras enfermedades”….Hoy, Cristo nuevamente padece en cada persona que sufre las dolencias en su cuerpo, según leemos en el Apóstol San Pablo: “Completo en mi cuerpo los sufrimientos de Cristo en la Cruz para nuestro bien y de su santa Iglesia” (). Si muchas veces puede conmovernos las palabras de San Alberto Hurtado al decir “el pobre es Cristo”, ¡cuánto más! debiese movernos el reconocer que “el enfermo es Cristo”. 
Más, a causa de la  debilidad humana y una mutilada formación,  muchas veces nos alejamos del lecho de los enfermos, y nuestros familiares deben -en ocasiones- transitar solos por la senda que un día recorrió nuestro Señor. Con razón podemos decir que la salud requiere cambios, porque la atención en los hospitales públicos y privados es objetivamente lenta y onerosa, pero, ¿Cómo es la atención que prestamos a los enfermos en nuestros hogares? ¿Es diligente y generosa; servicial y proactiva?
“Sufrió nuestros dolores”…Inmersos en una cultura marcadamente hedonista, donde el placer se busca con desesperación, hablar de dolor no parece tener sentido. Para muchos católicos el dolor no ocupa lugar alguno en su itinerario de la fe. El sufrimiento voluntario desde lo que hizo Cristo,  tiene un sentido santificador si acaso lo ofrecemos por nosotros y los demás bautizados y de reparación por cuantos están llamados a serlo.
Por esto, tiene un valor inmenso el sacrificio que cada uno hace voluntariamente por amor a Dios, tanto aquel que Dios permite que asumamos,  como aquel que creativamente ofrezcamos. Si ningún vaso de agua queda sin tener recompensa del cielo, ¡qué decir de una penitencia, por pequeña que ésta nos parezca!


“Fue herido por nuestras rebeliones”…Los sufrimientos más graves son aquellos que subsisten en el corazón. Recientemente reconocía el hilarante cineasta americano, Woody Allen que “vivo una vida triste, sin esperanza, sin objetivo,  sin fe en Dios”. Nuestro Señor, herido asume de una vez para siempre todas las rebeliones desde la librada en el Paraíso terrenal hasta en lo más recóndito de la tierra donde se alce el estandarte de “non serviam”. Por esto, la obediencia del creyente es el bálsamo que limpia el cuerpo de Cristo y le hace llevadero el alzar el estandarte de la Cruz. Si por la desobediencia de uno entró la muerte al mundo, por la obediencia de uno el mundo es restaurado plenamente en su dignidad. ¡La tentación de un mundo edificado al margen de Dios sólo puede traer tristeza y desolación a toda la sociedad!
“Es molido por nuestros pecados”… Las diversas películas que se han hecho sobre la vida de Jesucristo incluyen,  en sus imágenes,  la antigua cuestión referida a una pregunta: ¿Quién mató a Jesús? Alguna cinta coloca el dedo acusador –claramente- sobre los judíos en la expresión dicha por sus propios rabinos: “que su sangre caiga sobre nosotros y nuestros hijos” (“La Pasión” de Mel Gibson, 2004); otros colocan la culpabilidad en los soldados romanos (“Jesucristo Superstar” de Tim Rice, 1971), como primeros ejecutores de una sentencia; y no falta quien hace recaer la culpa sobre quien se lavó las manos: Poncio Pilato (“Jesús de Nazaret” de Franco Zefirelli, 1977). Más, el profeta Isaías dice algo sobrecogedor, que de inmediato llamará nuestra atención: “Jesús fue herido y abatido por Dios”, Su Padre Eterno puso nuestros pecados sobre el cuerpo y alma de su Hijo Unigénito, porque sabemos que ningún sacrificio habría sido suficiente para borrar el pecado del mundo entero: sólo lo sería el hecho por el Cordero sin mancha que era Jesucristo. Entonces, la respuesta a la pregunta nos la da el mismo Señor al momento de estar pendiente  en la Cruz, y mirar a todos los que estaban a su alrededor: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (San Lucas XXIII, 34).
El castigo de nuestra paz fue sobre Él…Durante  los últimos años, de manera creciente se está acentuando la esperanza en este tiempo litúrgico de Adviento. Y, ello está bien si acaso no se hace a costa de relegar el tema de la penitencia a un plano casi inexistente. El color morado de nuestros ornamentos y paños litúrgicos no hacen sino recordarnos el apremiante llamado de San Juan Bautista a un cambio de vida, lo cual no es algo cosmético y superficial, como surgido de un sentimentalismo pasajero, sino que implica una opción de vida decisiva, donde la razón y la voluntad descubran una vida tan nueva como verdadera.  Como católicos debemos vivir este tiempo de Adviento como si realmente se jugara nuestra eternidad.
Desde su estancia en el desierto, San Juan Bautista preparó su alma para la misión que Dios le encomendara, y que desde el primer instante, incluso desde el mismo vientre materno, proclamase con alegría la visita del Verbo Encarnado al mundo. Quizás, esto último sea lo que nuestra sociedad,  tan seria y hostil,  parece necesitar  con urgencia: el apostolado de una alegría que nacida de la conversión a Dios. ¿Cómo encerrar en nuestra conciencia, en nuestros hogares y en nuestros templos,  el gozo de tener a Dios tan cerca nuestro en los días santos de la Natividad? No lo olvidemos: ¡La paz del corazón, es el corazón de la paz!…quien lee la vida del Precursor del Señor no puede sino repetir una y otra vez, como una jaculatoria esperanzadora: “Por sus llagas fuimos sanados”.
2.         “Esperamos, según nos lo tiene prometido, nuevos cielos y nueva tierra “(2 San Pedro  III, 8-14).
La personalidad religiosa de San Juan Bautista resulta espiritualmente atractiva para nuestro tiempo, porque en su testimonio se cumple lo proclamado en el Salmo Responsorial: “Amor y Verdad se han dado cita, Justicia y Paz se abrazan” (LXXXV, 9.14). La sociedad actual, ad intra y ad extra ecclesia, con presteza se detiene a meditar sobre la justicia y la paz, pero en ocasiones, parece pasarse por alto la relación previa citada por el profeta donde “el amor y la verdad se han dado cita”.
El amor a la verdad fue lo que motivó a San Juan Bautista a derramar su sangre y entregar su vida en bien de una verdad que tenía incidencia en el bien supremo y absoluto del cumplimiento de la voluntad de Dios. En efecto, le dice al rey inicuo: “No te es lícito tener esa relación con la esposa de tu hermano”…no es broma la infidelidad.
En la vida práctica, tanto el Bautista como nuestro Señor Jesucristo no dudaron en ir a las realidades que entonces resultaban sorprendentes: hablar con una samaritana, dirigir la palabra a una mujer adúltera; colocar a un oficial romano como ejemplo de verdadera fe, ir a casa de un publicano pecador como era Zaqueo; llamar a un recaudador de impuestos a ser su apóstol como Mateo. Por cierto, en uno y otro caso, hubo una enseñanza previa y una invitación, aceptada en todos los casos, a cambiar de vida.
Entonces, el que ama no lo hace a costa de la verdad; ni quien posee la verdad deja de amar. ¿Poseemos la verdad? Ciertamente, en cuantos miembros vivos de la Iglesia, porque ésta es Cristo: “Camino, Verdad y Vida”. Estamos al servicio de esa verdad, de la cual la Iglesia es primera custodia y fiel garante, por lo que,  la práctica del amor verdadero pasa por la explicita vivencia y enseñanza de toda la riqueza que entraña la verdad que Dios ha dado a conocer sobre sí mismo, de una vez para siempre,  en la persona de Jesucristo.
En cambio, silenciar aspectos relevantes de nuestro Credo, de nuestra fe católica con el fin de manifestar cercanía y afecto hacia los demás es algo engañoso y falso, porque un fin bueno nunca puede incluir un mal procurado y conocido. ¡Quien miente no ama; quien ama de verdad siempre dice la verdad!
Pidamos a nuestra Madre Santísima, cuyo mes bendito nos acercamos a concluir, que el ejemplo de fortaleza y conversión que descubrimos en la vida de San Juan Bautista nos impulse a lo largo de esta semana, a seguir  sus pasos en cada momento y lugar que Dios nos coloque, aunque ello entrañe la configuración con el  desprecio y menosprecio, que padeció hasta el martirio por señalar, a tiempo y destiempo: el cielo nuevo y la tierra nueva que traería el Cordero de Dios que quitó el pecado del mundo. Amén.


PADRE JAIME HERRERA, PÁRROCO DE PUERTO CLARO EN VALPARAÍSO.
      









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