jueves, 25 de junio de 2015

JUNTOS COMO HERMANOS, MIEMBROS DE UNA IGLESIA

 DOMINGO   UNDÉCIMO   /   TIEMPO   ORDINARIO   /   CICLO   “B”.

“El justo crecerá como una palmera” (S. 92, 12).

Con la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, hemos concluido la coronación del tiempo de Pascua de Resurrección, dando paso al tiempo denominado “Ordinario” en el cual se destaca  lo habitual, lo cotidiano, lo de todos los días, de las enseñanzas de Jesús, las cuales lejos de ser consideradas “menos importantes” por no incluir grandes fiestas y solemnidades adquiere el valor de la semilla que germina, y cuya grandeza radica –precisamente- en el carácter permanente de su crecimiento. Así, pasa con la palabra del Señor y con su presencia sacramental en la Santa Misa: Está en medio nuestro… 

Hemos escuchado con atención las lecturas de la Santa Misa. En ella, la naturaleza es destacada de manera especial, lo cual, para nosotros,  nos permite valorar el color verde propio de este tiempo litúrgico, que nos acompañará hasta la Solemnidad de Cristo Rey y el inicio del Adviento. Durante veintitrés semanas  los ornamentos sacerdotales serán del  color que es símbolo de la esperanza propia del católico.

El profeta Ezequiel recuerda los cedros del Líbano, el Salmo XIC destaca que el “justo crece como una palmera”, y en el Evangelio, nuestro Señor enseña una Parábola del Reino de Dios, el ejemplo de la semilla de la mostaza que al crecer es capaz de albergar las aves en sus ramas”.
Las palmeras suelen llamar la atención por su altura, alcanzando hasta treinta metros de alto. Si acaso nos detenemos a analizarlas es sorprendente constatar cómo algunas de ellas alcanzan alturas impensables, preguntándonos muchas veces cómo es que un delgado tallo es capaz de mantenerlas unidas a la tierra. ¿Cómo logran mantenerse tan alzadas? ¿Cómo resiste el peso de las hojas y frutos el embate del viento y del viento?

a). Los frutos salen después de un tiempo: La sociedad y la mocedad suelen cautivarse por lo instantáneo.  Lo rapidito cuesta menos dedicación, y requiere menos atención. Los frutos esperados no son inmediatos, su llegada requiere tiempo y no siempre vienen en la cantidad esperada. En el tiempo de espera, constatamos que la virtud de la paciencia y de la fortaleza nos ayudan –eficazmente- a obtener la perseverancia final, y no quedarnos en el intento a medio camino.
En ocasiones pensamos que sólo por una actitud proactiva, briosa, y de empeño,  logramos tal o cual objetivo pastoral, olvidando que en el camino del apostolado es el Señor el agricultor que sabe cómo, cuándo y qué fruto sacar. Sostener lo contrario, conduce irremediablemente a la frustración, toda vez que es el Señor quien no sólo responde hasta lo que anhelamos, sino que su gracia va más allá de lo que siquiera  imaginamos.  

  Padre Jaime Herrera y religiosos FSJC


b). Para alcanzar la cumbre hay que estar unidos a la vid: La belleza de una flor siempre luce más en su planta que en florero, por hermoso y noble que este parezca. La razón es porque una vez que la flor es cortada se inicia su irreversible camino a marchitarse. En el caso de una planta, si acaso las raíces no están fuertemente acidas a la tierra se termina secando.
De manera semejante, el cristiano que está unido a la vid, por medio de la oración, a través de  la caridad fraterna,  y de la participación en la doctrina perenne y común profesada y enseñada por siglos,  bajo la guía del magisterio de San Pedro hasta el  actual Sumo Pontífice, hace que tenga irrigada su alma con la gracia.

Y, ¿si ello no ocurre? No se crece espiritualmente, y ello tiene como consecuencia que se decrece. Como en otras realidades, un alma que no madura es inmadura, ¡quien no avanza, simplemente retrocede! Por ello Jesús nos invita a estar unidos a Él, y ha querido quedarse en medio nuestro y por nosotros en el Santo Sacrificio del Altar.

c). Para crecer fue necesario que la palmera se alzara hacia lo alto. ¿Por qué una palmera se eleva tanto? Por cierto para alcanzar más luz. De manera similar, el creyente no debe perder su norte, su perspectiva, de la presencia del Señor su Dios. El católico debe saberse llamado a la santidad en todo momento. ¡Es voluntad de Dios que así sea!

Eso nos hace cambiar de vida, convertirnos, tomar opción por Jesucristo y su Iglesia Santa.  ¿Hay real interés por que Dios sea el primero en nuestra vida? Miremos a nuestro alrededor, y en nuestro interior: de todos los libros que tenemos en casa, ¿cuántos son religiosos?, de las 168 horas de la semana que disponemos ¿cuántas ofrecemos al Señor y dedicamos a rezar? De los “me gusta” y “yo también” que se inscriben en las redes sociales como facebook, ¿cuántos muestran nuestra identidad católica?

La gran tentación de los creyentes que un día hemos optado por la fe cristiana, en el bautismo,  es “dejarnos estar”, es decir,  caer en la tibieza espiritual, a través de una vida que no convence porque no está –finalmente- convencida. Que busca en todo momento el camino más simple: sin riesgos que enfrentar, sin desafíos que alcanzar, y sin obstáculos por vencer. ¿Y por qué acontece esto?
La soberbia de creer que ya hemos hecho suficiente y el absolutismo del orgullo de apoyarse en las humanas capacidades, hacen que aquella gracia que Dios nos quiere conceder no la imploremos suficientemente, olvidando la promesa de Jesús: “pedid y se os dará”. La suplica es al modo humano, la respuesta, es al modo divino, por lo que no es que Dios no nos escuche, que Dios no nos vea, que Dios no lo sepa, por lo que no acabamos de convertirnos, sino porque o bien no hemos rezado lo suficiente, o no lo hemos hecho con la confianza necesaria “como sabiendo que lo implorado ya no lo ha sido concedido”.


d). Desde lo alto da seguridad a quienes buscan refugio en ella: La imagen usada por Jesucristo es elocuente. Se refiere a la Iglesia, fundada por Él desde el instante mismo de la Encarnación, y que a lo largo de su vida tendría múltiples momentos donde iría configurando aquella realidad, que como un puente, conduciría eficazmente a las almas redimidas hacia la santidad prometida. Iglesia Santa. Iglesia Apostólica. Iglesia Única. Iglesia Católica. Iglesia Romana. Cada una de estas propiedades y características, conferidas por Dios y experimentadas a los largo de dos milenios, le han permitido aferrarse en distintas épocas a los fieles, como aquellas aves lo hacen bajo el alero protector de las ramas y hojas frondosas, a la promesa hecha por Cristo a Pedro y sus sucesores: “Tu eres Pedro y sobre ti fundaré mi Iglesia. El poder del nunca prevalecerá” (San Mateo XVI, 13-18)”Yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca, una vez convertido, ve y confirma en la fe a tus hermanos” (San Lucas XXII, 32)....”Enseñándoles a guardar todo lo que Yo os he enseñado”(San Mateo XXVIII,19).
Es propio de la Iglesia dar seguridad, certeza y acogida a quien se reconoce necesitado, sabe que poco sabe, y deambula por el mundo y en el tiempo experimentando el  menosprecio y frialdad de una sociedad abiertamente anticristiana. A estas alturas de la historia, para el modernismo la única fobia aceptada y promovida es la “cristrianofobia”. Es notable verificar cómo la desvergüenza de los agnósticos y ateos al momento de criticar la Iglesia, llega a límites tan sorprendentes como inaceptables donde cualquier ofensa resulta gratuita, pues,  la mayor parte de las veces se hacen de manera anónima.
En general, como sabemos,  las acusaciones se dirigen hacia todos los consagrados, tal como en una guerra las balas se dirigen hacia todos los soldados de infantería. Sobre esto diremos que hay cierta similitud, en el mundo noticioso, entre los sacerdotes y los aviones…El año 2014, diariamente hubo 104.000 despegues en el mundo. Es decir, cerca de 38 millones de vuelos. De todos ellos, sólo fueron noticia los que cayeron, los cuales son contados con los dedos de una mano. Hay casi un millón de obispos, sacerdotes, religiosos y diáconos, en todo el mundo… ¿De quién sale las noticias? La respuesta es inequívoca: de los caídos… Es evidente, que tal como acontece en el caso de los aviones de pasajeros, un sólo caso de colapso ya es demasiado. Pero, esto  no debe llevar a olvidar que hay miles de testimonios silentes de quienes trabajan cara al sol de manera ejemplar y abnegada.
La animadversión hacia nuestra Iglesia tiene en su origen al “león rugiente” (1 San Pedro V, 8) que describe el Apóstol San Pedro. No nos dejemos engañar por aquellos que le quieren quitar la autoría de la maldad al que la origina desde su incursión por el paraíso terrenal donde hizo caer a nuestros primeros padres. Allí está el origen del mal, y por lo tanto de todos los males, de todas las aberraciones, de todas iniquidades, de todas las pobrezas, de todas las esclavitudes, las cuales nuestra Iglesia libera por el camino, la verdad y la vida que es Jesucristo.
En consecuencia, el camino de nuestra Iglesia es Cristo. ¡El camino de la Iglesia no es el mundo! Lo que parece tan evidente no lo es si consideramos la inmensa cantidad de claudicaciones, de tibiezas, de “medias tintas” que encontramos al interior de la vida de tantos creyentes que reniegan de partes del Credo Apostólico y que se muestran renuentes a diversas enseñanzas del Magisterio Pontificio, particularmente en las últimas cinco décadas.
Todo respeto al prójimo emerge del santo temor a Dios y sus leyes santas. Quien tiene verdaderamente a Dios en su corazón no dejará de procurar revestirse de los mismos sentimientos del Corazón de Jesús que tanto ha amado al hombre hasta no ahorrar sufrimiento alguno con el fin de redimirle desde los maderos en forma de cruz, a la cual, el Señor  -voluntariamente- quiso estar unido y  le llevaron nuestros pecados.

Desde la misericordia de Dios cuyo definitivo intérprete es Cristo podemos descubrir que la Iglesia abre sus brazos para acoger a todos los que acepten el camino exigente de una conversión para el resto de su vida. Nadie con sinceridad acepta de verdad a Cristo al amanecer con la torcida intención de olvidarle luego al atardecer: ¡Si recibimos de verdad sus palabras es para cambiar de vida,  de una vez para siempre!

Tal como aconteció con aquella mujer sorprendida en flagrante pecado a la que le dijo: “Yo no te condeno. Vete y procura no volver a pecar” (San Juan VIII, 3-11), como al pequeño Zaqueo a quien dijo: “Hoy debo quedarme en tu casa, y éste le recibió en su hogar” (San Lucas XIX, 5). Olvidaremos acaso la promesa hecha ante la súplica del ladrón converso en la cruz: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso” (San Lucas XXIII, 43).

   Padre Jaime Herrera

¡Todos ellos cambiaron de vida! Porque se les invitó a hacerlo, el palabras de Santa Teresa de Ávila con “determinada determinación, de no parar hasta llegar, venga lo que viviere, suceda lo que sucediere” (Camino de Perfección, capítulo XXI. 2).  Con la certeza de saber que la fuerza de la verdad es que es verdad, haremos un apostolado al interior de la Iglesia y fuera de ella, asumiendo que el bien del que participamos en nuestra vida como creyentes es deseable y necesario para todos los que están a nuestro alrededor, y que esperan lo que mejor podemos darles cual es hacerles partícipes del don insondable de la fe,  que un día recibimos en el bautismo y de la cual nos sabemos participes. ¡Viva Cristo Rey! Amén.

              
                               




miércoles, 24 de junio de 2015

La vida es milagro y el milagro es vida


Padre Jaime Herrera junto a  sus Padres
   DOMINGO   DUODÉCIMO  /   TIEMPO  ORDINARIO  /   CICLO  “B”.
1.      “¡Llegarás hasta aquí, no más allá - le dije -, aquí se romperá el orgullo de tus olas!” (Job XXXVIII, 11).
La semana pasada dijimos que los textos sorprendentemente hablaban de la naturaleza: cedros, palmeras y arbustos de mostaza. En este día, las lecturas bíblicas nuevamente nos circunscriben al mundo de la naturaleza. El mar, que tan cercano lo tenemos a lo largo de casi 8 mil kilómetros desde Arica hasta la Antártida, es una realidad que todos conocemos, por su quietud y tranquilidad cuanto por su fuerza y constancia.

Si la semana precedente conocíamos una breve parábola,  hoy el Santo Evangelio tiene como marco de referencia el milagro hecho por nuestro Señor en medio del mar tempestuoso. Los textos del Nuevo Testamento nos relatan un total de treinta y siete milagros realizados por Jesús, los cuales se iniciaron en la localidad de Caná de Galilea con la transformación del agua en vino, aunque hemos de reconocer que “hay otras muchas cosas que hizo Jesús, las cuales si se escribieran una por una pienso que ni aún en el mundo cabrían los libros que se habrían de escribir” (San Juan XXI, 25).

a). Los milagros hablan de la Verdad: Cada uno de los milagros es prueba de la veracidad de Cristo, es razón contundente para hacer creíble sus enseñanzas. Ante el poder, la bondad, y la evidencia del amor de Dios obrado en cada acto milagroso, sólo cabe la respuesta humilde de aceptar el testimonio que del Padre Eterno hace su Hijo Unigénito en medio nuestro. ¿Cuál fue la actitud característica de quienes se reconocieron benditos por Jesús? Más que quedarse en la sorpresa, o en un sentimiento de admiración, unívocamente mostraron humildad y gratitud. Con cada milagro Jesús no quiere deslumbrar sino buscar el cambio de una vida en pecado a una vida en la gracia.

b). Los milagros exigen la Fe: Los milagros no son actos mágicos ni trucos fantasiosos. No son parte de un acto unilateral, sino que evidencian una realidad “relacional” entre Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, con cada persona. El milagro es un “encuentro”, que como tal, hay alguien que busca y otro que se manifiesta. Se puede aplicar en este caso aquel antiguo axioma: “Quien te creó sin ti, no te salvará sin ti” (San Agustín de Hipona), y la realidad del milagro hace que la respuesta del hombre sea tangible, no sólo como gratitud luego de recibido el don,  sino como atrio que abre la puerta del Corazón de Jesús, dador de todo milagro. Implorar un milagro y recibirlo implica aceptar en libertad la misericordia de Dios, que puede más que la naturaleza y está más allá y sobre todos nuestros anhelos y sueños.

 Sacerdote Jaime Herrera en Algarrobo 
Por otra parte, aún ante la evidencia de los muchos milagros realizados y de la bondad de sus enseñanzas hubo quienes se empecinaban en no creer, lo cual tuvo como consecuencia, aquello que en el Santo Evangelio leemos con claridad: “Y no podía allí hacer ningún milagro…Se asombraba (Jesús) por causa de la incredulidad de ellos” (San Marcos VI, 1-3).
c). Los milagros fortalecen la Fe:
En la actualidad el espíritu secularista pretende hacernos creer que no es la fe la que mueve montañas, sino que,  ahora,  es la emotividad la que mueve montes y bolsillos. La emoción puede ser sobrecogedora pero no tiene la fuerza que encierra el menor acto de fe.
La fe no es un sentimiento que por un instante deviene y sobrecoge. Como un don de Dios, un regalo que viene del Cielo, la fe es asentir la verdad revelada. El milagro presupone la fe y de acuerdo a ella, en ocasiones,  los precipita, en tanto,  que la falta de ella,  los difiere y -eventualmente-  termina imposibilitando.
Los evangelios narran que una mujer que llevaba doce años enferma se acerca a Jesús y toca su vestimenta. No se quedó ensimismada ni pasiva en su grave y persistente dolencia, sino que se acerca ante el Señor, se postra y se confiesa, recibiendo como respuesta de Jesús: “Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda sana de tu dolencia” (San Marcos V, 34).
d). Los milagros anuncian la llegada del Reino de Dios:
Desde el inicio de la predicación del Señor y antes de la realización de cualquier milagro el demonio comenzó a combatir permanentemente a Jesús, tal como leemos en el episodio ocurrido en el desierto durante  cuarenta días.
Que nadie lo ponga en duda: Si el Maligno tentó a Cristo con insistencia, más aun lo hará con cada uno de nosotros, por esto debemos estar vigilantes y orantes. Hermanos: No hagan caso de los parlantes del demonio que quiere pasar desapercibido, como un ser “anecdótico” y hasta “mitológico”. Digámoslo claramente: “Está vivito y coleando”.
El inicio de la manifestación de Jesús va de la mano con la realización de múltiples milagros los cuales evidencian -ante todos- que el Mesías esperado ya está presente, por lo que el Reino de Dios ya se ha iniciado (San Mateo XI, 4-5).  
Así dijo el Señor: “Id y contad a Juan Bautista lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres se les anuncia el Reino” (San Lucas VII, 22)….”Si Yo expulso demonios por el Espíritu de Dios es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros” (San Mateo XII, 28).

         Cura Párroco Jaime Herrera González

 2. “Y hacia Dios gritaron en su apuro, y él los sacó de sus angustias” (Salmo CXXVII, 28).
Los signos del Reino de Dios los encontramos en el Santo Evangelio cuando Cristo envía un recado ante una pregunta que le hacen cerca de la localidad de Naim: “Vuelvan y cuéntenle a Juan (Bautista) lo que han visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos se despiertan, y una buena nueva llega a los pobres” (San Lucas VII, 22). Todos estos anuncios de grandes milagros culminan cuando sentencia que: “El más pequeño en el Reino de Dios es más que Juan Bautista” (San Lucas VII, 28).
Los milagros vienen a reparar la naturaleza dañada a consecuencia del pecado original. La bondad de Dios sobreviene en nuestro auxilio precipitada por nuestra súplica pero más aún en virtud de su bondad y misericordia.
Los Santos tienen la virtud de haber sabido discernir la voluntad de Dios en épocas muy diversas, debiendo enfrentar desafíos que para nosotros pueden parecer extraños y lejanos en el tiempo. Su modo de alcanzar la santidad es distinto al que podemos tener en nuestro tiempo, más los medios son similares: confianza en Dios, espíritu de sacrificio, acrecentada caridad, perseverancia y persistencia en defender las enseñanzas de la Iglesia, amor a la Eucaristía, la Virgen María y al Romano Pontífice,  “cuneta” desde la fe, y gran espíritu de apostolado
Sin duda, cada uno de ellos tuvo la convicción de procurar vincular su ser católico con su ímpetu evangelizador, sus vidas no estaban marcadas por la tentación liberacionista de escindir el ser cristiano y el ser persona. ¡Eran personas creyentes! Sin dualidades acomodaticias tuvieron el acierto de colocar sus angustias y las de sus contemporáneos en quien efectivamente podía sanarlos desde lo más hondo, aplicando la consabida norma: ¡A tales males tales remedios! Al pecado del hombre contra Dios, responde Dios con el hombre!
Los milagros, en cuanto intervención especial de Dios, hicieron crecer en la piedad, lo que fortaleció la vida espiritual facilitando al creyente el manifestar el amor a Dios dándole el lugar que le corresponde: ¡Siempre el primero en todo!
Hermanos: No hay carencia mayor,  ni dolor más arraigado,  ni necesidad más urgente que la de recibir el perdón de Dios. La escuela de los Santos que constituye la vida de cada uno nos enseña e invita  “a primerear la voluntad de Dios”. ¡Todos los Santos no dudaron en buscar a quien tuvieron el premio de encontrar, por lo que, todos los Santos no tardaron en optar por quien nunca dejaron de amar! Comprendieron a cabalidad lo que nos dice el Apóstol en la lectura segunda: “El que está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo” (2 Corintios V, 17).

2.      “Y les dijo: “¿Por qué estáis con tanto miedo? ¿Cómo no tenéis fe?” (San Marcos IV, 40).
Más allá de lo que entraña el poder de Jesús sobre las olas que nos relata el Santo Evangelio, descubrimos no sólo la cercanía sino la vida misma de Dios en medio nuestro, representada en aquella barca en cuya proa iba nuestro Señor. Esto nos ayuda a contemplar la imagen, el rostro y el corazón con el cual nuestro Dios ha querido darse a conocer.
No es un ser lejano, ni desentendido, al que hay que tratar de ubicar y encontrar por casualidad a lo largo de nuestra vida, por el contrario, es cercano, claro, acogedor, sin dejar de ser exigente, “celoso” puesto que no quiere corazones a medias tintas ni compartidos con los falsos diosecillos de la modernidad;  veraz y fiel.
Ciertamente, quien nos da a conocer plenamente a Dios es Jesucristo, el cual,  en todo momento habla a Dios como su Padre. ¡Nadie es Padre como lo es Dios! (Catecismo de la Iglesia, número 239). Así,  lo entendió la Iglesia, que desde la misma era apostólica lo primero que  proclamó en el Credo fue: “Creo en Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra”.
Ese marco nos sirve para ahondar en la paternidad de Dios de la cual “Cristo es su máximo y definitivo revelador”, de la cual cada padre ha de ser su primer y mejor “intérprete” y “traductor”. El leguaje de la fe asume la experiencia humana de los padres que han sido en cierta manera los primeros representantes de Dios para el hombre.
a). Hermosamente Cristo decía “Padre mío”: Esto implica una relación personal, íntima, y única. Hasta la venida nadie en Israel parecía dudar de la protección divina a todo el pueblo elegido, pero,  será Cristo quien abrirá la insospechada imagen de su Padre Eterno a nivel personal. Es la gran revelación del Señor: ¡Dios es mi Padre, Padre de cada uno de nosotros, inserto en nuestro ADN del alma!
El icono de la revelación de Cristo respecto de su Padre la encontramos en la Parábola conocida como  “El Hijo Prodigo”, que buenamente hemos de llamarla ¿por qué no? Como del “Padre generoso”, pues es quien durante veinticuatro horas espera el regreso del hijo. Un Padre de “puertas abiertas” que sólo ansiaba el retorno de su hijo.
A medida que vamos  creciendo la relación cercana con el padre es una responsabilidad compartida, puesto que,  aunque es evidente que cada padre de familia tiene un rol que cumplir es igualmente válido afirmar que un buen padre ha de tener un buen hijo, como un buen hijo ha de tener un buen padre. La buena relación de padre e hijo pasa por la mutua dedicación, la mutua iniciativa, y el mutuo sacrificio.

b). Jesús nos invita a decir juntos “Padre Nuestro”: Es un desafío en una cultura que nos permite estar más cercanos a causa de los nuevos medios que disponemos, el dar a conocer a Dios como el Padre Nuestro a quien invocamos. Y es que sólo así podía ser puesto que ¿Quién mejor podía hablar a nuestro Padre sino Aquel que mejor le conocía? La plegaria que Jesús enseña encierra la riqueza de compartir el don de la vida divina entre los creyentes en virtud de la comunión de los Santos. Si al menos donde dos personas se reúnen en el nombre del Señor, Él está presente, ¿Cómo será la gracia que el Padre Dios concederá ante una verdadera comunidad de creyentes que buenamente aspiran a la santidad y le invocan con la confianza que un hijo tiene hacia su padre?
En efecto, diariamente al rezar el Padre Nuestro a nuestro Padre depositamos toda inquietud en su protección, pues si el Padre de los cielos velaba por las aves y por los lirios del campo ¡Cuánto más lo hará por cada uno de nosotros! Cada mirada que como hijos elevamos al Cielo no recibe una razón, una explicación, una excusa, sino que recibe una sola respuesta: ¡Aquí estoy, soy tu Padre!
Y esta paternidad de Dios nos invita a vivir ante Dios con una actitud de niños: “Quien no sea como uno de estos pequeños, no entrará en el Reino de Dios” (San Marcos X, 15); nos invita a confiar en el futuro que no conocemos y nos parece incierto…Sólo es cierto lo dicho por Jesús: “No os preocupéis del mañana; el mañana se preocupará de sí mismo. Cada día tiene bastante con su propio agobio” (San Mateo VI, 34); finalmente, la confesión de un Padre nuestro nos invita a vivir como hermanos, con los demás y para los demás: “Vosotros sois todos hermanos…uno sólo es vuestro Padre: ¡El del Cielo!” (San Mateo XXIII, 8-9).
                               S
PADRE JAIME HERRERA GONZÁLEZ 
 PARROQUIA DE PUERTO CLARO / VALPARAÍSO / CHILE.



martes, 9 de junio de 2015

¿HABRÁ UN SANTO QUE NO HAYA VIVIDO SU FE EN SALIDA?


 DOMINGO / SOLEMNIDAD DE CORPUS CHRISTI   /   CICLO “B”.
1.      “Esta es la sangre de la Alianza que Dios ha hecho con vosotros(Éxodo XXIV, 8).

Padre Jaime Herrera y familia de los Rosarinos


La  Solemnidad del Corpus Christi nos hace celebrar de una manera especial la presencia sacramental de Jesucristo en medio nuestro. Su cercanía, real y substancial, nos hace verificar la promesa cumplida de la última Cena: “Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo”. Nuestro Señor no dio fecha para el fin  del mundo, pero,  si se quedó con nosotros de manera permanente, por lo que cada día podemos vivir como si fuera un anticipo y un encuentro del advenimiento. Entonces, el creyente vive en la tensión de dedicarse a cada jornada sabiendo que en ella se juega la bienaventuranza eterna, y con la certeza que Jesucristo está realmente presente en cada Santa Misa, en cada Sagrario.
Su presencia no es figurada, no es simbólica, es él quien con el poder y la voluntad lo que dijo hizo: Transformó aquel pan y vino en todo su Cuerpo y Sangre, entendiendo que, como acontece en cada uno de nosotros, si acaso vivimos,  diremos que donde está su cuerpo, está su alma, por lo que,  recibir la Hostia Santa es recibir la persona divina y humana de Jesucristo, cuya realidad –indivisa- se hizo presente en el mundo desde el momento de la Encarnación del Verbo: “Verbun caro factum est et habitabis in nobis”.

En este día asumimos que Jesús no sólo vino a nosotros. No sólo está cerca de nosotros. Está en nosotros cada vez que debidamente preparados, sin conciencia de pecado grave y habiéndonos confesado de ello previamente, nos acercamos a comulgar. En ese momento, percibimos que nunca el hombre está más cerca de Dios y nunca Dios más ceca del hombre: así, entonces, con la Biblia preguntamos…” ¿Qué pueblo hay que tenga a su Dios tan cerca suyo?”

Pues bien, si acaso asumimos lo que implica tener a Cristo hoy vivo en medio nuestro, entonces, resulta lógico preguntarnos respecto de cuál deberá ser nuestra manera de portarnos como cristianos en medio de un mundo cada vez más renuente a las enseñanzas de la Iglesia y a los dictámenes de Dios. Lo cierto, es que de lo que estamos ciertos, es que no podemos egresar de esta Santa Misa siendo los mismos, toda vez que la persona de Jesucristo en todo momento invita a un cambio de vida. En contra o a favor suyo nunca en la mediocridad. El catolicismo en Chile desde hace muchos años, acrecentado por cierto de un tiempo a esta `parte, por la dictadura del relativismo reinante,  se ha ubicado en una peligrosa y estéril línea donde se pretende aplicar una tercera vía espiritual, es decir: desde una fe vivida “a la manera de cada uno”, se pretende impedir estar al 100% con Cristo.
Ufanándose en sus errores, los tercera vía,  al creyente consecuente suelen tratar del mismo modo que a cuantos asolan estos días Oriente Medio, proponiendo una religiosidad católica “pero no fanática”. Ello lleva a una vida sin santos, sin mártires, y sin futuro.

Recientemente meditamos los escritos de San Bonifacio, obispo y mártir inglés del Siglo VI. En una de sus cartas señala: “Ya se han venido sobre nosotros días de angustia y aflicción. Muramos, si así lo quiere Dios, por sus santas leyes de nuestros `padres, para que merezcamos como ellos conseguir la herencia eterna. No seamos perros mudos, no seamos centinelas silenciosos, no seamos mercenarios que huyen del lobo, sino solícitos pastores que vigilan sobre el rebaño de Cristo, anunciando el designio de Dios a los grandes y a los pequeños, a los ricos y a los pobres, a los hombres de toda condición y de toda edad, en la medida en que Dios nos de fuerzas, a tiempo y a destiempo” (Carta 78).
En muchos lugares Cristo sale hoy a las calles en procesión. Es una realidad que se viene dando desde hace dos milenios.  El actual Pontífice nos invita a tener una Iglesia en salida. ¿Habrá un santo que no haya vivido su fe en salida?  ¡Todos por cierto!
Una Iglesia en salida no es una Iglesia hambrienta de novedades; no es una Iglesia acomplejada ante el secularismo mundo; no es una Iglesia involutiva o evolutiva. Nuestra Iglesia verdadera, es una comunidad que busca la primacía de Jesucristo en todo y en todos; es una comunidad que hace apostolado contra viento y marea; es una comunidad orgullosa de la fe recibida y compartida; es una comunidad que abre la puerta, da la bienvenida e invita a participar.
Esa Iglesia, fundada por Cristo, y guiada por el Espíritu Santo, porque está abierta a la verdad de Dios es capaz de ser acogedora, receptiva, buscadora, aleccionadora, diligente, y segura, ante la cual, según lo dicho por nuestro Señor Jesucristo,  las fuerzas del mal no prevalecerán nunca, pero, que debemos tener presente que  siempre estarán a su asecho.
“Mucho cuesta a los ojos de Dios la muerte de los que le aman” (Salmo CXXVI, 15).
Las celebraciones de la Santa Misa en ocasiones resultan sorprendentes ante la multitud de abusos litúrgicos que se constatan en la actualidad. El debilitamiento de la fe, y el eclipse de la caridad, hace que la virtud de la piedad se vea notablemente disminuida, restringiendo todo lo relacionado con la unción, respeto, y el silencio. A quienes se dejan seducir por una liturgia protestanizada les resulta incompresible, por ejemplo,  arrodillarse ante el Santísimo durante la consagración, o colocar la mano en el corazón al pedir perdón tres veces “por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa” y luego ante la presentación del Santísimo -previa la comunión- repetir las palabras: “Señor no soy digno de que entres en mi casa”.
La Santa Biblia dice que “al solo nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo y en la tierra”, entonces, nos preguntamos: ¿Qué no deberemos dejar de hacer ante la presencia real de Jesucristo en medio nuestro?

¡Es el Señor que está ante nosotros, y por nosotros! Por ello, quien ama de verdad se preocupa de que el ser amado se sienta y se vea reconocido, procurando no ahorrar detalles en el cuidado de prodigar atenciones exclusivas. Por ello, los gestos litúrgicos se hacen lentamente, convergiendo en una acción lo que se siente y lo que se ve. Nadie imagina un amor verdadero de novios que se miren de reojo –suspicazmente- o con “chanfle”-falsamente. ¡Se miran de frente! Así, durante toda la Santa Misa en el centro del altar, el sacerdote observa y es observado, primero por quien “mira con cariño”, que es Jesucristo. Colocar los crucifijos a los costados del altar o pendiente en el techo, puede ser señal de una actitud huidiza, evasiva, de quien no se deja interpelar de frente por Aquel es Victima y Altar a la vez. En el centro del corazón…Jesucristo…en el centro de todo Altar, su Cruz.
Los detalles importan cuando se trata de las cosas de Dios. Y la simpleza nada tiene que ver con la elocuencia de las vestimentas litúrgicas, que deben facilitar la comprensión de los misterios sublimes que se celebran en cada Santa Misa. El valor de los ornamentos radica esencialmente en su capacidad de descifrar y hacer más accesible a cada creyente lo que se está celebrando, por lo que su uso adecuado y completo es de suyo una catequesis, constituyendo una rica enseñanza –también- para quienes están llamados a participar de la vida de la Iglesia como hijos de Dios. Es decir, si una bandera lleva a los hijos de una Patria a colocar su mano en el corazón y entonar el himno común con fuerza, los ornamentos de la Santa Misa invitan a ver crecer en la fe en virtud de la “locuacidad” de los signos impresos y del respeto con que se usen.
Por el contrario, no faltan aquellos que bajo un falso pretexto de humildad desechan determinaos ornamentos, y evitan el uso de signos claros en ellos. Es parte de la lógica de una religiosidad consensual, de una espiritualidad tibia y de una evangelización “puertas adentro”. Sin ser una vestimenta litúrgica, la sotana es la vestimenta propia del sacerdote, según leemos en el Directorio para la vida de los Presbiterios actualmente vigente. Su riqueza testimonial separa las aguas, y es respetada -en ocasiones- más por los no creyentes que por quienes dicen serlo.
La experiencia de haberla usado desde hace veinticinco años de manera permanente, no como un uniforme que se usa sólo en horario de servicio, ni como un disfraz ocasional, ni como una indumentaria protocolar, sino como el resultado de un acto único y decisivo realizado al momento de la consagración. El sacerdote pertenece totalmente y perpetuamente para Dios y su Iglesia. No se pertenece a sí mismo ni se viste por tanto de cualquier manera. No se avergüenza de mostrarse visiblemente ante todos como un sacerdote y facilita su identificación con un fin pastoral y de evangelización pro activo.


Es un hecho ya incontrarrestable que el uso de la sotana está extendiéndose en la actualidad en gran parte del mundo. Son muchas las jóvenes Congregaciones, Institutos de Vida Consagrada, y Asociaciones de Fieles que el Señor bendice con numerosas vocaciones, que no rehúyen del uso frecuente del hábito talar y religioso. Es probable que en nuestra Patria, cuya religiosidad y vida social suelen caracterizarse por avanzar a paso lento y con décadas de retraso, no se perciba tan claramente cómo sí se está dando fuertemente en otras naciones. Entonces, quienes en Chile usamos sotana no somos los últimos en hacerlo sino los primeros en participar de este reencantamiento de la sotana en el mundo entero: ¡Mi vivir es Cristo …y con sotana!
 Pbro. Karol Wojtyla 
Uno de los primeros  síntomas que se constatan de un espíritu secularizado al interior del clero es el abandono de la sotana. Los tristes casos de deserciones y traiciones al  ministerio presbiteral son signo y a la vez causa del sistemático abandono del hábito religioso. De hecho, los casos más dramáticos y dolorosos que hemos conocido de un tiempo a esta parte tienen como protagonistas a los que olvidando la grandeza de su ministerio, menospreciaron  su sotana y –finalmente- terminaron perdiendo su honra y ministerio. Ciertamente, el hábito no hace al monje, pero, es evidente que le ayuda a serlo.
Hermanos: Si queremos que Cristo camine por nuestras calles debemos asumir que lo hará, también, a través de nuestros pasos, por medio de nuestras palabras, y en cada una de nuestras actitudes. Todo en  la vida del cristiano debe servir para traducir claramente al mundo actual quién es Jesucristo, cuáles son sus enseñanzas, cuáles son los caminos que nos llevan hacia Él, a la vez que con la seguridad de los santos y mártires, reflejar el esplendor de la verdad por medio de la vivencia del misterio de la fe que es la presencia de Jesucristo en la Santísima Eucaristía.
Si los Apóstoles imploraron: “Señor dónde podemos ir”, al ver a Cristo en nuestros altares cada día, al tenerlo presente en nuestros sagrarios al centro de cada templo, y recibirlo en cada comunión diremos: “Sólo tú tienes palabras de Vida Eterna, pues, eres el Pan de Vida”. Amén.
Procesión de Corpus Christi Santiago 2015
     

SACERDOTE  JAIME HERRERA / CURA PARROCO DE PUERTO CLARO

Unidad desde la Verdad y hacia la Verdad


 SOLEMNIDAD  DE  LA  SANTÍSIMA  TRINIDAD  /  CICLO  “B”.

1.      “Guarda los preceptos y los mandamientos que yo te prescribo hoy, para que seas feliz, tú y tus hijos después de ti, y prolongues tus días en el suelo que el Señor tu Dios te da para siempre” (Deuteronomio IV, 40).

Quienes hemos peregrinado a pie hasta el Santuario de la Purísima de Lo Vásquez hemos experimentado el alivio, el gozo y el ánimo que se tiene,  luego de largas horas de caminata,  el poder vislumbrar a la distancia las luces que sobresalen desde el Santuario, a esa hora bullente de plegarias, confesiones, mandas, y “demases”.

Resulta curioso constatar cómo  la extensa caminata previa,  de una treintena de kilómetros, con el calor sobre la cabeza y desde los pies, en polvoriento o pavimentado camino, sumado a un sol que sólo toma descanso para dar paso a la noche, forman un conjunto de factores que dan un engaste providencial al numeroso grupo de peregrinos en cuyos corazones subyace lo escrito por el Salmista: “Vamos a la Casa del Señor” (Salmo CXXII).

Nuevos ímpetus, certezas que son  fortalecidas, anhelos con mayores bríos, emergen al momento de percibir la tenue luz en medio de la oscuridad en lo alto y alrededor de aquel tradicional templo mariano.

¿Cómo es posible que la sola percepción de una simple luz sea capaz de vencer todo cansancio, toda eventual renuncia, toda naciente claudicación? Cuando ya las fuerzas parecen sobrepasadas en el peregrino,  surge por medio de aquella luminosidad,  una certeza: Si lo hemos visto es porque ya llegamos…

Hoy, nuestra Iglesia nos invita a celebrar la Solemnidad de la Santísima Trinidad.
Aquella verdad de la cual todas emergen y hacia la cual todas se dirigen. Una verdad que por medio de las solas capacidades humanas no habrían siquiera imaginado de no haber sido revelada directamente por el mismo Dios, quien a lo largo de la Santa Escritura,  lo anunció y con el advenimiento de Jesucristo manifestó de una vez para siempre en toda su realidad.
Entonces,  Cristo es el definitivo y máximo revelador de Dios: que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Un solo Dios y tres personas distintas.

Esta verdad conocida, de misterio y certeza, hace que desde nuestra condición de peregrinos que vamos a la Casa de Dios que es el Cielo, tengamos en ella una sensación semejante a la de aquellos caminantes que van hacia al citado Santuario, cuyo atrio recuerda a Aquella que el Arcángel Gabriel reconoció: “sine labe concepta”.

2.      “Pues recta es la palabra de Dios, toda su obra fundada en la verdad” (Salmo XXXIII, 4).
Las múltiples oscuridades y cansancios que el largo caminar de la fe entraña en el creyente,  en medio de un valle de lágrimas, muchas veces inhóspito y adverso, tal como es el calor y el cansancio en quien peregrina, nos lleva a manifestar una fe dubitativa, vacilante, que no convence a otros porque no acabamos de estar convencidos nosotros.


El encandilamiento fantasioso de los sucedáneos de la verdad lleva al creyente a buscar refugio en aquello que sólo le termina resultando oscuro, riesgoso y fatal. Las falsas verdades sólo traen duda, colocan al alma en inminente cercanía al pecado, y –tristemente- llevan a la perdición a ingente número de creyentes: ¡Llamados un día a  alabar,  se terminan en condenar!

Y son las verdades las que han de guiar nuestros pasos hacia el puerto claro de la salvación, o la carencia de ellas las que conducen irremediablemente a una vida que se transforma en infernal, ya en el tiempo presente, como preámbulo –eventual- de un mal que irremediablemente no tiene fin.
Entendámoslo claramente: no buscar y vivir en la verdad no implica sólo estar en el error, sino que conlleva a una determinada manera de vivir que termina siendo tan falseada como nociva. La mirada que se tenga sobre Dios conlleva necesariamente a una determinada visión sobre su obra creada, sobre la humanidad y el hombre en particular.

Para cada creyente las verdades de la fe le hacen participar de la vida en Cristo más plenamente, y le invita a una forma de vida más humana, porque tiene a Dios en el centro de sus determinaciones, acciones y pensamientos. Así, vive bien el que vive en la verdad.
En caso contrario, las falsas verdades y las ideologías reinantes, hacen que la vida humana no llegue a la plenitud ni alcance el fin para el que han sido creadas por Dios, lo que imposibilita una vida virtuosa y una vida santa.

Entonces, no ha de sorprendernos las múltiples degradaciones a la vida humana, ni el desorden al interior de una sociedad que ve crispada en espiral la convivencia en su interior. Si hace siglos la vida humana tuvo el valor de un ladrillo de arcilla, hoy esa misma vida no excede el precio de un celular, de un cigarro o de un trago…! Por poco o nada se le quita la vida a una persona!

En efecto, cuando la sociedad más se aleja de Dios, cuando menos se respeta su Santo Nombre, emergen las mayores desavenencias entre los hombres, y se facilita el desencuentro, la animadversión, el surgimiento del rencor y del odio lleno de ambición y sed de venganza.
La acción de “echar agua en un saco roto” puede ser vista como algo que requiere esfuerzo, además, que amerita dedicación y perseverancia, hasta se  puede reconocer que se necesita  iniciativa y espíritu proactivo. Una y otra vez se repite la misma acción, pero… ¿No es acaso ello sólo una necedad?

Hermanos: Algo semejante está aconteciendo en la sociedad de nuestra Patria en estos últimos años, y se percibe de manera más evidente de un tiempo a esta parte. De la desacralización a la deshumanización hay un paso, que no sólo pasa por negar la existencia de Dios, sino que, también,  implica la negación de las verdades relacionadas a su ser divino.

Entonces, descubrimos que, en el inicio de tantos males que se ciernen sobre la vida social en nuestra Patria,  no se deben solamente a una mala política programada e implementada; ni al hecho de lo pretérito o actual de determinado sistema constitucional, tampoco, parece tener en si la fuerza avasalladora de un sistema de corrupción avanzado, todo lo cual, por cierto,  resultan síntomas tan evidentes como innegables de la falta de una verdadera teología social.

Si el verdadero nuevo Pueblo de Dios opta por endiosar nuevos becerros de oro, como aquellos lo hicieron a los pies del Monte Sinaí, entonces ¿Qué bienes no se dejarán de recibir como abundantes males  sobrevendrán si se niega a Dios?

Ni “simple”, ni “gratuito”, ni “da lo mismo” creer en la Santísima Trinidad y en procurar llevar una vida personal y social de acuerdo a lo proclamado. Es muy claro: O acaso vivimos lo que profesamos o terminaremos profesando lo que vivimos.

3.      “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!” (Romanos VIII, 14-15).
Unidos desde el reconocimiento del único Dios verdadero, que se ha dado a conocer en la Santa Biblia y en la creación que nos habla de su poder, grandeza, eternidad, y bondad, convocados por la Iglesia fundada por el Señor para alcanzar la Bienaventuranza, entendemos que cualquier camino que fortalezca los vínculos fraternales nacen desde la necesaria realidad de sabernos hijos de un Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, y que se manifiesta como: “Dios es amor”.

a). La unidad hacia la verdad abre el horizonte de la generosidad. El eclipse que experimenta la sociedad respecto del amor a Dios se vuelca como un frío paralizante en vistas a la vivencia de la caridad fraterna. Se constata falta de iniciativa, y el primer impulso no  busca como instintivamente primero a dar con generosidad sino que tiende más bien a salvaguardar egoístamente lo que se pretende obtener como ganancia.

En ocasiones, hasta las mismas obras de caridad que se impulsan están marcadas por algún sesgo de malsano  interés, pues,  se contribuye con organizaciones descontando impuestos pero no afectando en nada o mínimamente los bienes personales. Se regala lo que no es de uno y eso no cuesta.
Por otra parte,  la contribución a la Iglesia pareciera tener un doble estándar que puede alcanzar ribetes vergonzosos: lo que se da en la iglesia parece tener un valor especial respecto de aquello que se gasta lúdicamente. Diez dólares es poco para gastar en una visita a un mall o en una entrada a un recital,  a un estadio o a un pub, pero,  parece demasiado para contribuir con la Iglesia en una simple colecta.

Nunca se despilfarra cuando se trata de colaborar con las obras que Dios tiene para darse a conocer a nosotros y a cuantos están llamados a reconocerle. Nuestro amor a la Santísima Trinidad debe incluir el imperativo del mandato dado por Nuestro Señor a sus Apóstoles: “Vayan al mundo entero enseñen todo lo que yo les he enseñado”.

b). La unidad hacia la verdad garantiza el encuentro de la paz: Por cierto, un alma en paz es un alma que vive la verdad. Nada teme quien hace de lo verdadero el sello de su conducta y de sus palabras. Cuando los israelitas verificaban la enseñanza del Señor afirmaban que “lo hace con autoridad”, no porque hablaba mas fuerte, ni golpeaba los pupitres, ni porque muchos le aceptaban  sino porque  anidaba en sus corazones una invitación a vivir en paz. La verdad edifica la paz, la mentira la destruye.

c). La unidad hacia la verdad garantiza el espíritu de sacrificio: Quien descubre a Cristo, lo acepta como el que enseña la verdad. Sus enseñanzas no son una opción de vida, no son una posibilidad, son el único camino para ser felices, por lo que ello va de la mano con el espíritu de sacrificio y  de abnegación, procurando imitar a quien no sólo nos enseñó a buscar la paz,  sino a poseerla en Aquel que es Canino, Verdad y Vida. ¡El Dios Uno y Trino! ¡Que viva Cristo Rey! Amén.