viernes, 4 de septiembre de 2015

Carta del cardenal Garrone de 1980, sobre la formación espiritual en los seminarios

SAGRADA CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA
CARTA CIRCULAR SOBRE ALGUNOS ASPECTOS MÁS URGENTES
DE LA FORMACIÓN ESPIRITUAL EN LOS SEMINARIOS.

Cardenal Gabriel  Garrone   

 A los Excmos. Ordinarios locales. La "Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis" —y las diversas "Ratio" elaboradas después por las Conferencias Episcopales nacionales— han dado a la formación espiritual en los seminarios el puesto que le corresponde: el primero.
Numerosos indicios positivos hacen pensar hoy, sin embargo, que se puede e incluso se debe, oportuna y provechosamente, hacer avanzar la reflexión en este terreno, que los espíritus están dispuestos a acoger bien esta insistencia y que, con la gracia de Dios, podemos esperar de ello grandes frutos.

La presente Carta circular se propone, después de destacar los signos que nos animan a ello, no ya proceder a un estudio completo y sistemático, sino llamar sencillamente la atención de los seminarios sobre ciertos puntos en los que, al parecer, se pide con más urgencia hacer un esfuerzo. Se sugiere, a modo de conclusión, una iniciativa que podría ser de gran alcance para el futuro del sacerdocio en la Iglesia.
 San José María Escriva de Balaguer y el Beato Álvaro del Portillo en Lo Vásquez

I. Introducción
Indicaciones providenciales
El indicio que querríamos destacar en primer lugar, por ser el que más nos impresiona en esta Congregación, es el de la calidad verdaderamente excepcional de los "Planes de acción para las vocaciones", cuya redacción nos hemos permitido solicitar de los señores obispos y que nos están llegando a un ritmo inesperado. Por su inspiración espiritual, estos planes manifiestan un clima de fe tan generosa que parece haber llegado el gozoso momento de unas iniciativas que de ninguna manera quedarán baldías. Si los proyectos diocesanos presentaran única o principalmente una técnica ingeniosa, no justificarían el envío de esta Circular; pero la importancia reconocida a la oración, presente aquí y allá en primer plano como condición esencial y alma de toda iniciativa, aporta la evidencia de una gracia: estamos viviendo uno de esos momentos "favorables" en los que se puede pedir mucho.

Despertar de las vocaciones
Por otra parte, no todo se reduce a simple proyecto y esperanza. El alza, ampliamente generalizada, de la curva de las vocaciones en todo el mundo, confirma la presencia de una acción providencial que da sus frutos. Bastantes diócesis todavía, es verdad, y aun países enteros —una minoría en todo caso— no terminan de incorporarse a este movimiento e incluso siguen siendo causa de preocupación. Pero es significativo que allí donde el aumento de vocaciones se produce, y sobre todo allí donde es más sorprendente y más vigoroso el fenómeno, la interpretación formal de los obispos suele ser ésta: hay que atribuirlo más que nada a la renovación espiritual de los seminarios.
La renovación ha sido pretendida y se ha realizado de formas diversas, pero existen puntos comunes que deberemos analizar para sacar provecho de esta experiencia y encontrar los caminos que permiten avanzar.

Llamada a la oración.
Otra consideración a tener en cuenta. Todos están de acuerdo en reconocer, dentro y fuera de la Iglesia, una verdadera "llamada a la oración". Son incontables los "Centros" adonde se acude a buscar una iniciación a la oración, donde se realizan reuniones con este objeto, donde se piensa encontrar un "maestro de oración". No se repara a veces en distancias para ello, con el riesgo más o menos cierto de desorientarse y terminar decepcionado. Basta que se proponga un método en cualquier sitio para que se presenten inmediatamente los alumnos dispuestos a probar. Pero sean las que sean las disposiciones de los espíritus, los errores o los fracasos, la llamada existe, general, profunda. Y ya se ha respondido dignamente a ella de muchas maneras. ¿Pero caemos en la cuenta suficientemente de la amplitud de la necesidad, de la oportunidad extraordinaria que se brinda a la Iglesia para el progreso de la fe...? ¡Con tal de que se pueda encontrar en los sacerdotes unos verdaderos "maestros de oración", seguros de la tradición, con una experiencia personal profunda y ferviente, capaces de ser sabios y prudentes "directores de almas" en la línea de los grandes modelos y en la pista de las necesidades concretas de nuestro tiempo...! No se trata de apreciar y juzgar unos movimientos, tan ambiguos muchas veces en sus orígenes, sino de hacer a los sacerdotes capaces de responder efectivamente a la llamada que Dios hace a los suyos para que puedan ser maestros de oración.

Despertar espiritual en la Iglesia
¿Quién considerará, por fin, como insignificante el contexto general de la vida de la Iglesia? ¿No habrá que pensar más bien que está viviendo una serie impresionante de acontecimientos, cuya densidad espiritual ha desconcertado quizá a los guías habituales de la opinión y los ha dejado desarmados, ante la evidencia de que en todo ello ha intervenido un elemento superior a los factores puramente humanos? ¿Quién no se sintió sobrecogido e interpelado ante la sorprendente grandeza de los funerales de Pablo VI, de los que el mundo entero, gracias a los medios de comunicación, fue testigo? ¿Quién no ha, por lo menos, sospechado algo más que un gran "hecho diferente" en los Cónclaves extraordinariamente rápidos y unánimes que siguieron y, después, en el advenimiento de un Papa "venido de lejos", pero cuya sencillez y fe luminosa ha conquistado desde el principio el corazón de los fieles? Se puede pensar que la presencia de un guía así es, al amainar las borrascas postconciliares, una oportunidad excepcional para que puedan surgir sacerdotes armados de la misma fe, bebida en el manantial de la misma plegaria.
 
9 de Julio de 1974. Santuario de Lo Vásquez: “Los Chilenos saben rezar” 



Las generaciones jóvenes
Hay que señalar hasta qué punto las jóvenes generaciones participan, a su manera, de este ambiente del que acabamos de hablar. Los jóvenes esperan a Cristo, esperan que se les muestre y que alguien les enseñe a amarlo. Están dispuestos a acoger a los sacerdotes que sean capaces de ello. Muchos se ofrecerían con entusiasmo a esta tarea si nuestros seminarios respondieran a sus expectativas: el futuro de la Iglesia depende más que nada de la formación espiritual de nuestros futuros sacerdotes.

En el alma del joven de hoy, la necesidad espiritual toma frecuentemente la forma de búsqueda inquieta de una razón de vivir que el medio ambiente no le da. El mundo lo deja así frente a la vida desprovisto de aquello que le daría sentido. Sabemos por la fe que esta razón de vivir es Cristo y nada más. El joven que aspira al sacerdocio ha empezado a comprenderlo: sabe que muchos lo presienten y, con más o menos claridad, pronuncian ya el nombre de Cristo; él querría hacérselo conocer en su verdad plena. Al seminario viene a pedir que se le haga capaz de ello.
Cristo ideal del seminarista.

Nadie es tan sensible como los jóvenes al vacío espiritual que se trata de llenar. Pero en nadie como en ellos son de temer también las soluciones de desesperanza: seducción de ideologías mentirosas, promesas locas de experiencias mortales como la droga, rechazo de toda sujeción moral, familiar, social; en último término, renuncia pura y simple a la vida. Quien lleve a Jesucristo, única respuesta verdadera, a esta generación, deberá estar sólidamente armado él mismo y haber encontrado en Cristo no sólo la luz sino la fuerza: la verdadera razón de vivir, el verdadero modelo de humanidad a seguir, el Salvador con quien vivir en comunión y a quien hay que "ayudar", según la expresión tan familiar a Santa Teresa de Ávila.

Justamente a partir de ahí se perfila la tarea esencial de un seminario, la de los maestros que tendrán que formar los futuros sacerdotes para la nueva generación.

Cristo: hacia Él es atraída por la gracia la mirada del joven que aspira al sacerdocio. Cristo: a Él ha entregado su corazón en el impulso de una generosidad que ignora todavía todas las exigencias de la formación, pero que, instintivamente, acepta ya todos los sacrificios. El futuro sacerdote ya sabe que tendrá que darlo todo y, en el fondo de su alma, ya lo da todo.

Cristo: todos los medios desplegados en la vida del seminario no tienen otro objeto que permitir el desarrollo pleno de esta gracia inicial, según se le concede a cada uno. Será necesario que el corazón del futuro sacerdote se libere de todo lo que, en su naturaleza y en sus hábitos, podría constituir un obstáculo al crecimiento en él del amor de Cristo. Todos los resortes de su ser habrán de ser puestos en acción para convertirse en instrumentos de este fin. Cristo conocido, buscado, amado cada vez más a través de los estudios, de los sacrificios personales, de las victorias sobre sí mismo, en la lenta conquista de las virtudes de la justicia, la fortaleza, la templanza, la prudencia.

Cristo contemplado con perseverancia paciente y fervorosa a fin de que, poco a poco, según la admirable imagen de San Pablo (2 Corintios III, 18), se imprima el rostro mismo de Cristo sobre el del creyente. Cristo ofrecido incesantemente al Padre para la salvación del mundo en el Misterio del que el sacerdote, como tarea principal, será ministro. Cristo, de quien no se puede dejar de hablar y cuyo Reino, por la fuerza del Espíritu Santo y para gloria del Padre, ha venido a ser la ocupación permanente y la única razón de una existencia.

II. Orientaciones
Cuatro líneas directivas
Nos ha parecido que, en la formación espiritual del futuro sacerdote, deben señalarse cuatro líneas directivas como más urgentes en el trabajo:
Formar sacerdotes que acojan y amen profundamente la Palabra de Dios pues esta Palabra no es sino el mismo Cristo, y para esto, es necesario cultivar primeramente en ellos el sentido del verdadero silencio interior. La adquisición de este sentido es difícil: a "encontrar a Cristo", como dice San Ignacio de Loyola, no se llega sin un largo esfuerzo paciente y bien orientado. Es el camino de la oración, estimada, amada, querida a pesar de todas las solicitaciones y de todos los obstáculos. Es necesario que el futuro sacerdote pueda ser, en virtud de una verdadera experiencia, un "maestro de oración" para quienes acudan a él o que él irá a buscar, y para todos aquellos que corren peligro de ser desorientados hoy por tantos falsos profetas.

Formar sacerdotes que, a la luz de esta Palabra de Dios, reconozcan su expresión suprema en el misterio pascual del que luego serán ministros, y para esto enseñarles la comunión en el misterio de Cristo muerto y resucitado. Ahí es donde Cristo es verdaderamente "Salvador". Si la imagen de Cristo no es la del "Crucificado", ya no es su imagen, nos recuerda San Pablo con singular vigor (1 Corintios I, 23; 2, 2). Es el sacerdote quien, en la celebración del Misterio eucarístico, hace presente el Sacrificio de Cristo y reúne en torno a sí al pueblo cristiano para hacerlo participar en él. Se puede decir, pues, sin dudas ni exageraciones, que la vida de un seminario se calibra por la comprensión que sea capaz de dar al futuro sacerdote de este Misterio y por el sentido de la irrenunciable responsabilidad sacerdotal para hacer participar en él dignamente a los fieles.

Formar sacerdotes que no tengan miedo de aceptar que la comunión real con Cristo implica una ascesis, y en particular, una sincera obediencia, según el ejemplo de Cristo. Así, el seminario habrá de dar el sentido de la penitencia. De la penitencia como sacramento, pero sobre todo de la penitencia indispensable a quien quiere vivir en Cristo: no comulgar ficticiamente en sus misterios; no rehusar su parte en la pasión, llevar su cruz tras El; adquirir las virtudes que estructuran un alma cristiana y le permiten vencer, "no ceder" ante el enemigo en este combate que San Pablo compara a los que tienen lugar en el estadio (1 Corintios  IX, 24).

Un seminario que dejara al futuro sacerdote en la ignorancia de las luchas que le aguardan, de la ascesis sin la cual su fidelidad —igual que la de los demás fieles— será imposible, habría faltado gravemente a su misión.

Finalmente, hacer de la formación espiritual del seminario una escuela de amor filial hacia Aquella que es la "Madre de Jesús" que el mismo Cristo en la Cruz nos dio como Madre, esto no significa añadir una nota de piedad sentimental a la formación espiritual del seminario. El gusto por la oración a la Santísima Virgen, la confianza en su intercesión, y los hábitos firmes a este respecto, forman, pues, parte integral del programa del seminario.
Sobre cada uno de estos puntos en particular vamos a detenernos con algunas consideraciones.

1. Cristo, Palabra de Dios
Silencio interior
Debe el futuro sacerdote llegar a ser capaz de escuchar y entender la Palabra, el "Verbo" de Dios.
No hace falta insistir aquí sobre la necesidad manifiesta, dentro y fuera de los ambientes cristianos, de silencio interior; piénsese en: los grupos que se forman, los "Centros" que se crean, la búsqueda tantas veces desordenada de un contacto con quienes se cree que poseen algún "secreto" en este campo, el interés suscitado por las fórmulas más o menos inspiradas del Oriente...
Dejemos de lado toda descripción detallada de estas demandas de silencio y todo intento de juicio. Ciñámonos a constatar la necesidad para sacar las consecuencias en lo que concierne a nuestros futuros sacerdotes. Estos deben tener la experiencia del silencio interior, haber adquirido su sentido auténtico, ser capaces de comunicarlo.

Lo que importa primeramente es que los sacerdotes tengan una idea exacta de este silencio. Deben saber en qué consiste. Nadie, ciertamente, deberá confundirlo con un simple silencio material del que, por otra parte es inseparable en alguna medida, como diremos. Pero hay confusiones más graves. Existen a nuestro alrededor; muchos se exponen a ellas cuando buscan entre las místicas asiáticas u otras. La mística cristiana no tiende a otra cosa más que a encontrar a Cristo, a disponer un encuentro interior y un verdadero silencio interior, aquél del que tan bien habla San Juan de la Cruz, tiene en Cristo su fuente y su término. Es el fruto de la fe viva y de la caridad. Es abandono y dependencia respecto de Dios y, de suyo, es "distinto del sentimiento y de lo extraordinario" (San Luis María Grignion de Montfort). Es una actitud profunda del alma que todo lo espera de Dios y que está del todo vuelta hacia Dios. No hay ninguna relación esencial con ninguna postura corporal definida y tampoco con ninguna manifestación íntima y sensible del Espíritu Santo. Esto es lo que hay que hacer descubrir y aceptar al futuro sacerdote introduciéndole en la escuela de los maestros espirituales seguros, y de la Iglesia en su oración oficial.

El arte de orar.
Para llegar a este silencio interior hay que poner los medios. Esta es una educación lenta y difícil, pues se trata de arrancar al hombre de la inercia de sus mecanismos interiores y de las solicitaciones del mundo. Sin tener la pretensión de juzgar de modo superficial los métodos aquí o allá propuestos, decimos que en nuestra formación hay que desconfiar de los "medios inmediatos", que prometen demasiado y demasiado pronto, apartan del objetivo, crean falsas necesidades con la ilusión de resultados cuasi automáticos y engañosos: un cierto calor humano confundido con un bienestar espiritual; una violencia hecha al cuerpo que vacía sin más el alma; una música que hechiza... La escuela de la fe es laboriosa, y esto es de lo que se trata. Los verdaderos instrumentos son: trato asiduo con los verdaderos maestros, la oración pacientemente cultivada y sobre todo la oración oficial de la Iglesia perfecta y profundamente compartida. Hay que añadir a esto la presencia y el consejo de un guía, tarea específica del futuro sacerdote. Es necesario también no separar este aspecto de la vida de fe —fundamental a decir verdad—de todos los otros aspectos de una formación, aceptando la regla de una fe viva que se ejerce por la caridad.

Los maestros espirituales.
Gracias a Dios, los "maestros espirituales" no han faltado jamás en la Iglesia. Su reconocida santidad personal, la fecundidad prodigiosa de su acción están ahí para invitarnos y estimularnos. Los santos son quienes engendran generaciones de santos. Sus nombres están en la memoria de todos, pero, ¿cuántos de los futuros sacerdotes se habrán familiarizado verdaderamente con ellos antes de dejar el seminario? ¿Cuántos, en su compañía, habrán podido adquirir el sentido del verdadero clima espiritual, el gusto de Dios y de este silencio interior qué no engaña y que da sensibilidad para detectar las notas falsas? Todo seminario debe tener una política sobre este punto y dar a los alumnos la costumbre y el gusto por los grandes autores espirituales, los verdaderos "clásicos". Estas lecturas no son exclusivas, pero deben ser primordiales y, desde luego, son indispensables.

La enseñanza de la oración
En este contexto, hay que enseñar la oración. Hacer aceptar sus comienzos, laboriosos y decepcionantes. No tener miedo de dar reglas, de adoptar humildemente un método y ponerlo en práctica. Si en un contexto dado no se juzga posible o conveniente la oración en común, al menos habrá que imponer severamente un tiempo de oración personal y asegurarse de que es fielmente cumplido. Evitar las preparaciones abstractas. Preferir el Evangelio a cualquier otra cosa, recordar incansablemente el objetivo: "buscar a Cristo"; "contar exclusivamente con El"; no confundir una bella idea con un buen resultado; "aprender lo que se sabe"; "asimilar, no acumular"... Todo esto se concreta en la práctica en líneas muy diversas, desde la simple escucha hasta la petición, de la adoración muda a la alabanza... Esto es lo que el guía debe recordar continuamente para que el discípulo no se desoriente y aprecie correctamente sus progresos.

La oración de la Iglesia
Con todo, no hay nada tan importante y decisivo como la participación cada vez más profunda y completa en la oración de la Iglesia. Es decir, sobre todo, en la celebración eucarística y en la Liturgia de la Palabra que introduce en ella —volveremos sobre esto—, pero también en la "Liturgia de las Horas". La oración de la Iglesia se alimenta de la oración de los Salmos. Por medio de ellos la Iglesia recibe del mismo Dios las palabras "inspiradas"; son como el "molde" donde ella introduce pensamientos y sentimientos humanos. El Espíritu Santo es quien, a través de los Salmos, sugiere las palabras y va configurando el corazón. Así es como Jesús rezaba —su pasión lo atestigua—. Así es como María rezaba, un ejemplo claro en su "Magnificar. Si esta oración es sencilla, inteligible y, también, perfectamente cantada —interior o, mejor, comunitariamente— no hay otra más capaz de crear poco a poco el silencio interior que se busca, el verdadero, el que viene de Dios.

El silencio exterior
No es que el silencio exterior sea indiferente o inútil. Cuando existe el silencio interior, el silencio exterior es reclamado, exigido, procurado. Y el silencio exterior, a su vez, viene a ponerse al servicio del otro. Un seminario que quiera preparar maestros experimentados de oración necesita el silencio exterior: el reglamento debe procurarlo desde el principio. Pero si no se ve de dónde precede y adónde quiere conducir tal silencio, no tendrá sentido y será mal aceptado. Por el contrario, cuando el silencio interior es profundizado, la exigencia del silencio exterior se hace cada vez más apremiante y rigurosa. Sin dudarlo: en un seminario donde el silencio material no exista, el silencio espiritual está ausente.

El clima general.
Salta a la vista que esta iniciación supone muchas condiciones. Pero, ¿cómo sustraerse a ellas sin faltar a un deber? Ya lo hemos dicho, la educación para la oración no es separable de la educación general. No se la puede considerar como un sector cerrado; aunque la educación para la oración exige sus medios específicos, debe estar ligada a una vida de caridad mutua, a una búsqueda de Cristo por los caminos del estudio, por el servicio del Reino de Dios presente o futuro en la Iglesia. Pero sobre todo, quizá, la formación en el silencio interior ha de ser objeto de un acuerdo continuo por parte de los responsables de un seminario: todos tienen en él su tarea específica, el rector, el director espiritual y cada uno de los profesores. Si esta cadena se rompe, la formación no tiene lugar; si cada uno no asume su responsabilidad en conciencia y de hecho, si se rehúsa reflexionar sobre, ello conjunta y permanentemente, los mejores medios, a falta de un clima favorable, pierden su valor.
  
2. La Palabra de la cruz: el Sacrificio redentor

El sacramento del sacrificio
La oración de la Iglesia alcanza su "culmen" en la Liturgia Eucarística: ésta es, según la Constitución conciliar sobre Liturgia (número 10), "la cumbre y la fuente". En efecto, la Eucaristía no es otra cosa que el Sacrificio mismo del Señor, ofrecido y participado en la comunidad de los bautizados. El providencial esfuerzo iniciado por San Pío X ha producido generosamente sus frutos, y el Concilio Vaticano II ha relanzado este esfuerzo. Hace falta que los futuros sacerdotes sean capaces de explotarlo a fondo y de mantenerlo orientado. Esto exige hoy, una mano particularmente vigorosa, un sentido teológico sólido y seguro, una fidelidad absoluta a la disciplina de la Iglesia, una experiencia personal profunda y mantenida.

La Eucaristía es el "Sacramento del Sacrificio redentor". La teología no ha cesado de explorar este Misterio del que permanentemente vive la Iglesia. La plenitud de este Misterio, es tal que le cuesta trabajo a la razón humana el sostenerlo: unas veces se siente tentada de reducirlo para intentar hacerlo entrar en los cuadros de nuestra inteligencia; otras, a subrayar un aspecto con detrimento de los otros, es decir, con riesgo de desequilibrar el edificio de la fe. Por eso, en el, seminario, la doctrina sobre este punto debe ser cuidadosamente enseñada y recordada sin cesar. Ningún aspecto puede ser sacrificado a los demás: la enseñanza del Concilio de Trento sobre la realidad del sacrificio debe ser profesada en toda su firmeza, y no menos la enseñanza sobre la "presencia real"; el aspecto de comunión fraterna, por muy profundamente que se comprenda, de ninguna manera puede perjudicar el aspecto fundamental que es el del Sacrificio de Cristo, fuera del cual el banquete eucarístico pierde su sentido. No deben ignorarse, pues, las desviaciones que hoy se producen sobre estos diversos puntos y contra los cuales los sacerdotes han de ser cuidadosamente prevenidos. Ningún esfuerzo pastoral que no se apoye en la doctrina puede ser considerado como beneficio.

La adoración eucarística.
Hubiera sido imposible que la fe eucarística no se desarrollara poco a poco a lo largo de los siglos en un culto que desbordara el Sacrificio litúrgico, dando lugar a la oración, en fervoroso reconocimiento, a Cristo ofrecido como "hostia" por nosotros y presente sacramentalmente más allá de la Misa, conservado en especial para ser el "viático" de los moribundos. El continuo desarrollo del culto de adoración eucarística es una de las más maravillosas experiencias de la Iglesia: el incomparable florecimiento de santidad que ha producido, el número de comunidades enteras expresamente consagradas a esta adoración están ahí para garantizar la autenticidad de tal inspiración; un Carlos de Foucauld, sólo en el desierto con la Eucaristía, e irradiando en la Iglesia a través de sus "Hermanitos" y "Hermanitas", es, en nuestro tiempo, un testimonio indiscutible de ello. Un sacerdote que no participe de este fervor, que no haya adquirido el gusto de esta adoración, no sólo será incapaz, de transmitirlo y traicionará la Eucaristía misma, sino que cerrará a los fieles el acceso a un tesoro incomparable.

El sacerdocio
Aquí se inserta la doctrina del sacerdocio. La atención dispensada a la teología de los ministerios no tendría que poner en cuestión la doctrina del ministerio sacerdotal feliz y sólidamente fijada en la Iglesia especialmente por el Concilio de Trento. Clérigos y laicos tienen en la Iglesia una misión complementaria: el desarrollo de los ministerios laicales no altera la especificidad del sacerdocio ministerial. Lejos de comprometer el sentido y la importancia de la Palabra de Dios, la función eucarística, al contrario, las consagra. En la persona del sacerdote se unen indisolublemente aquellos dos aspectos bajo los cuales se nos da el alimento de lo alto, aquellos dos aspectos cuya solidaridad radical pone tan de relieve el discurso de Cafarnaún, en el capítulo VI de San Juan. El sacerdote es instituido para preparar y distribuir bajo estas dos formas sacramentales —la del signo de la palabra y la del signo del pan de los hombres— este Pan de eternidad que es Cristo.
También, sobre su propio terreno puede el sacerdocio ministerial tener necesidad de una ayuda. Pero cualesquiera que sean las ayudas que la Iglesia reconozca como legítimas, e incluso eventualmente necesarias de parte de los, laicos, el sacerdote no puede ni perder ni, menos aún, enajenar jamás su responsabilidad esencial: cuando se encomienda la predicación a un laico, el sacerdote es el responsable de la opción y de la enseñanza de este colaborador que no puede ser designado a la ligera; lo mismo se diga cuando el sacerdote delega la distribución de la Eucaristía. Por eso, el seminario debe conceder la máxima importancia a los medios que la Iglesia ha instituido para preparar a los futuros sacerdotes a tornar conciencia de su cargo y de su singular trascendencia. Las dos instituciones litúrgicas que llevaban antes el nombre de órdenes menores, el lectorado y el acolitado, no son menos oportunas ni menos importantes bajo la apariencia más modesta de hoy. Desconocer su valor, conferirlas por ejemplo de una vez, es ir contra un bien de primer orden y privarse de un resorte pedagógico sobrenatural en un terreno importante: reléase si no la emocionante carta de San Cipriano (Ep. XXXVIII, Ed. Can. Bayard, París, 1925, págs. 96-97) llamando al oficio de lector a un joven cristiano que se había hecho digno de ello exponiéndose efectivamente al martirio; San Cipriano presenta este oficio como una preparación necesaria que hace esperar una responsabilidad más alta, la del sacerdocio.
La disciplina de la Iglesia.

La comprensión de la Eucaristía conduce a comprender y respetar religiosamente la disciplina de la Iglesia en esta materia. Muchas veces se plantea hoy la cuestión de la "creatividad". Esta no puede entenderse más que en el cuadro de las reglas dadas por la Iglesia. Las reglas que ordenan la oración han de ser aceptadas en el mismo espíritu de obediencia que las que conciernen a la fe misma: en efecto, la "lex orandi" y la "lex credendi", según la fórmula clásica, se compenetran. Las reglas puestas por la Iglesia están profundamente ligadas a valores esenciales, que fácilmente pierden de vista los individuos aun cuando son movidos por un verdadero interés pastoral. Así ocurre que la fe se desequilibra. Y esto, por otro lado, crea malestar y produce incluso separaciones dolorosas.
En esto la referencia esencial es el Concilio Vaticano II. Está sobradamente experimentado que las orientaciones conciliares observadas con fidelidad no pueden chocar al pueblo cristiano: éste, no es rebelde más que a las fantasías y a los excesos. Por ejemplo, nada más lejos del Concilio que haber proscrito el latín; al contrario: su exclusión sistemática es un abuso no menos condenable que la voluntad sistemática de algunos de mantenerlo exclusivamente. Su desaparición inmediata y total no puede ocurrir sin consecuencias pastorales; solamente de manera progresiva la "Palabra de Dios" puede asumir, para el bien general, el aspecto de la lengua de todos los días, sin confundirla, por eso, con una "palabra de hombres", en la conciencia de fieles (1 Timoteo II, 13). Para esto es necesaria una educación. Por eso el seminario debe hacer comprender a los futuros sacerdotes la gravedad de estos peligros y hacerles no sólo aceptar, sino amar la obediencia. Hay suficiente espacio para las iniciativas en el cuadro de las directrices recibidas.

Cristo Pan de Vida: Palabra y Eucaristía
Los discípulos de Emaús “sentían arder el corazón” (San Lucas XXIV, 32) cuando, por el camino, el misterioso acompañante ro les explicaba la Escritura. Pero sólo pudieron identificarle al "partir el pan". La Iglesia vuelve a andar el camino en cada Misa. Por el Espíritu Santo, Cristo comenta a los suyos la Escritura para disponerlos a tomar parte en la Cena preparada con sus propias manos. La unidad profunda del misterio de la Palabra divina, —tan generosamente ofrecida en la liturgia—, debe ser, junto con la Eucaristía, cada vez más profundamente experimentada por los futuros sacerdotes. A decir verdad, no son dos "mesas" separadas: la una conduce a la otra, como la revelación del capítulo VI de San Juan sube del Pan de la Palabra al Pan de la Eucaristía; todo el Evangelio está orientado hacia esta "hora" de Cristo por la que Él se siente tan atraído: toda la enseñanza del Señor está hecha para conducir a la comprensión del misterio pascual. En efecto, para eso había venido; la liturgia de la Palabra prepara al Sacrificio. En la liturgia de la Palabra previa a la Eucaristía es donde la Palabra toma todo su sentido; es vivida en plenitud por el contacto formal con la Eucaristía. Las "celebraciones la Palabra" previstas por el Concilio no pueden dejar de referirse a ella tan explícitamente como sea posible. Ahí es donde la vida de oración del futuro sacerdote reviste toda significación, todo su valor, realizando todas sus promesas.

Vestidos como sacerdotes.
La participación en la Eucaristía ciertamente determina el clima espiritual de un seminario. Y, ¿por qué no decir que, tal vez ahí se redescubriría la necesidad y el sentido del traje sacerdotal, abandonado un poco a la ligera en perjuicio de la pastoral a la que se pretende servir?
Varias veces ha llamado la atención el Papa Juan Pablo II sobre la necesidad que tiene el sacerdote de presentarse ante los hombres como lo que es: uno de ellos, es verdad, pero marcado por un signo profundo que le cualifica y por la misión que Dios le confía entre los suyos y para el mundo entero. ¿Cómo negar, pues, la evidencia?

A los ojos de los fieles y en la conciencia misma del sacerdote se degrada cada vez más el sentido de los "sacramentos de la fe" cuando un sacerdote, habitualmente descuidado en su forma de vestir o plenamente secularizado, actúa como ministro de la Penitencia, de la Unción de los enfermos y sobre todo de la Eucaristía... Muchas veces la transición, al nivel de lo sagrado, no se hace ni siquiera lo que refiere a los vestidos litúrgicos prescritos. Esta es una pendiente fatal, en el sentido de inevitable, y sobre todo, en el sentido de desastrosa El seminario no tiene derecho a permanecer indiferente ante tales consecuencias. Debe tener el coraje de hablar, de explicarse, de exigir.

3. La Palabra de la cruz: los «sacrificios espirituales».

Al lado de la Eucaristía, hay que reconocer la importancia que tiene también la Penitencia. Se ha dado esté nombre a un sacramento, pero evidentemente hay que extenderlo a toda la vida sacerdotal entendida como esfuerzo por unirse a Cristo redentor y por participar personal y efectivamente en su pasión. Para los demás el sacerdote ha de ser un "maestro de penitencia" tanto como "maestro de oración".

Preparación a la Penitencia.
El Concilio Vaticano II no ha relegado a la penumbra el sacramento de la penitencia. Si éste parece haberse desdibujado en relación a un pasado reciente es por los abusos. Las "celebraciones penitenciales" no tenían como objeto la eliminación de la penitencia privada en favor de una penitencia llamada "general" y falsamente presentada como un retorno a los orígenes.
La penitencia pública de los primeros siglos afectaba a un corto número de pecadores, conocidos y puestos a prueba en un contacto "privado" con el obispo. La penitencia llamada "pública" venía, pues, a introducir en lo "público" al penitente cuyo itinerario penitencial había sido privado hasta ese momento. ¿Qué hay de común entre este rito antiguo y una absolución arrojada sobre un público indeterminado del que no se sabe nada?

Es verdad que la Iglesia admite, en casos de necesidad y bajo ciertas condiciones, una "absolución colectiva", pero donde la penitencia pública del pasado se reencuentra efectivamente es en la penitencia privada, tal como la teología la ha definido y justificado progresivamente y tal como ha sido practicada hasta nuestros días. Dicho esto, las celebraciones penitenciales son una felicísima iniciativa muy a propósito para poner a las conciencias en estado de presentarse individualmente al sacerdote en el clima espiritual necesario, poco garantizado en otro tiempo, y en la clara percepción de la voluntad de Dios y de sus exigencias precisas, lo cual ha venido faltando quizá durante mucho tiempo. Se comprende qué educación tan rica debe dar el seminario a sus futuros sacerdotes en esta materia, según las indicaciones de la Instrucción de esta Congregación sobre la formación litúrgica (núm. 35).

Mediante un contacto auténtico con la Palabra de Dios se les debe ayudar a hacerse una idea justa de la estructura de una conciencia cristiana, ordenada en torno a la caridad, pero sin ignorar ninguno de los resortes que deben dar a la caridad su cuerpo: la prudencia, la justicia, la fortaleza, la templanza, según las expresiones clásicas. Hay que ayudarles al mismo tiempo a ir haciendo toda esta reflexión e investigación en el clima de amor de Dios en el que germina una auténtica y serena contrición.

La Penitencia privada.
A partir de todo lo dicho el contacto personal con el sacerdote se hace absolutamente natural: la doctrina moral tradicional encuentra aquí su pleno sentido. Nada puede sustituir esta entrevista con el sacerdote en la que un entendimiento clarificado y un corazón contrito solicitan, de aquél a quien Dios concede el perdonar los pecados, aquella palabra irreemplazable que el Evangelio nos hace escuchar con tanta frecuencia y que afecta, directamente, en singular, al pecador arrepentido: "Tus pecados te son perdonados". Esto, acompañado, si es posible y cuando sea útil, de un consejo apropiado. Cuanto más comunitaria haya sido la preparación y haya permitido a cada uno beneficiarse de la oración de todos, tanto más personal e incomunicable es el perdón. El seminario debe dar el gusto por esta absolución privada, tanto como por la celebración común cuando ésta pueda hacerse. El sacerdote que lo haya comprendido será capaz de imponerse la ruda servidumbre que hizo del Cura de Ars un santo y de la que Don Bosco, en un tiempo más próximo al nuestro, ha dado un magnífico ejemplo.

Directores de almas
En el contexto del sacramento, digna y auténticamente recibido, la luz del Señor pasa libremente y va mucho más lejos del simple perdón. Un sacerdote que "confiesa" llega a ser en muchos casos, a partir de la confesión, un "director de conciencia": ayuda a discernir los caminos del Señor. ¡Cuántas vocaciones no habrán dejado de descubrirse porque faltó este contacto sobrenatural único en el que el sacerdote hubiera podido, por lo menos, suscitar un interrogante! ¿Y no habrá que atribuir al desdibujamiento de la penitencia privada una parte, al menos, de responsabilidad en el impresionante descenso de las vocaciones religiosas? El seminario debe saber que prepara "directores de almas".

Ascesis y reglamento
El sacramento de la penitencia no es otra cosa más que una intervención de Dios que viene a terminar un trabajo personal del que la "celebración" sería una gozosa etapa previa. Dios viene al encuentro del penitente, que debe ser un cristiano perseverante en llevar su cruz en el seguimiento de Cristo. Raramente se pronuncia hoy la palabra ascesis, se la acepta mal. Y sin embargo es indispensable a todos, ciertamente teniendo en cuenta la propia naturaleza y misión. El sacerdote no puede ser fiel a su carga y a sus compromisos, sobre todo al del celibato, si no se ha preparado para aceptar, y para imponerse a sí mismo un día, una verdadera disciplina.
El seminario no siempre ha tenido la valentía de decirlo, de exigirlo, pero la mencionada disciplina hace particular relación a un "Reglamento" prudente y sobrio pero firme, que no excluye una cierta necesaria severidad y que prepara para saber darse a sí mismo, más tarde, una regla de vida adaptada.

La ausencia de una regla concreta y cumplida es para el sacerdote fuente de muchísimos males: pérdida de tiempo, pérdida de la conciencia de su propia misión y de las renuncias que ésta le impone, vulnerabilidad progresiva a los ataques del sentimiento... Piénsese en los sacrificios que impone la fidelidad conyugal: ¿no los habría de exigir la fidelidad sacerdotal? Sería una paradoja. Un sacerdote no puede verlo todo, oírlo todo, decirlo todo, gustarlo todo... El seminario debe haberlo hecho capaz, en la libertad interior, de sacrificio y de una disciplina personal inteligente y sincera.

Obediencia.
No podemos dejar de entretenernos un momento en el problema, de la obediencia. Es necesario que la palabra obediencia deje de aparecer como palabra prohibida: no se puede ser discípulo de Cristo renegando de un título por el que expresamente se da gloria a Cristo (Filipenses II, 8-9). La libertad personal no sólo no queda comprometida por la obediencia entendida rectamente sino que encuentra en ella su expresión más elevada.
Es necesario comprender bien la obediencia.
Ciertamente no puede decir que obedece a Dios quien no obedece a aquellos a los que Dios ha hecho sus ministros. Pero, ni el ejercicio de la autoridad ni el de la obediencia pueden ser comprendidos ni aceptados si por ambas partes no se ve en ello expresamente una obediencia a Dios. En esta materia, tanto el rector como el seminarista deben tener los ojos antes que nada y constantemente puestos en la voluntad divina, que se explicita en el "bien común" del seminario. Corresponde al rector definir claramente este "bien común", hacerlo ver y comprender, hacerlo amar, estimular a que todas las iniciativas y las buenas voluntades se pongan a su servicio, interesar a los alumnos, mediante un diálogo bien dirigido, en la definición de este "bien común" en los puntos oscuros, y, en fin, decidir con autoridad y sin titubeos.

Corresponde al futuro sacerdote prestarse a escuchar y comprender a quien tiene la misión de dirigir en nombre del Señor; le corresponde también cooperar, según las posibilidades, a la realización de ese "bien común" que, en definitiva, consiste siempre en crear y mantener un clima en el que el sacerdocio de Cristo sea discernido y propuesto a la conciencia de todos, en el que la gracia de Cristo pueda actuar en cada uno, sin exigir más a quien puede menos ni menos a quien puede más.

 La obediencia siempre será un sacrificio. Debe llegar a ser al mismo tiempo una alegría, pues es una manera de amar a Dios. El día de mañana el joven sacerdote tendrá que practicar la obediencia de muchas maneras. Es necesario que llegue a comprenderla en Cristo y a amarla. En ese contexto es donde se puede hacer la experiencia auténtica de una verdadera comunidad fraternal cristiana, cuyo cimiento consiste únicamente en la voluntad de cooperar juntos en el Reino de Dios.

4. La « Palabra hecha carne » en el seno de la Virgen María.
El misterio de María, objeto de fe.
Desde el punto de vista de la formación espiritual, no se diría lo que exigen las circunstancias, si no se evocara, breve pero firmemente, lo que debe ser en el seminario la devoción a la Santísima Virgen.
La palabra "devoción" se presta hoy a equívocos. Puede parecer que se trata de un don o un gusto personal y facultativo. En realidad se trata simplemente de aceptar la fe de la Iglesia y de vivir lo que nuestro Credo nos exige creer. El Verbo de Dios se encarnó en el seno de la Virgen María. La palabra de Cristo en la cruz mostraría suficientemente, si fuera necesario, que no se trataba en este nacimiento de una contribución efímera de María a la redención. La Anunciación es otro nombre de la Encarnación. La Iglesia ha ido lentamente tomando conciencia del misterio mariano. Lejos de haber añadido, por propia iniciativa, alguna cosa a lo que nos enseña la Sagrada Escritura, la Iglesia ha encontrado siempre a la Virgen María en todas las ocasiones en que trataba de descubrir a Cristo.

La cristología es también una mariología. El fervor con el que el Sumo Pontífice Juan Pablo II vive el misterio mariano no es sino fidelidad. Y así es como el amor a la Santísima Virgen debe ser enseñado en un seminario. Los problemas suscitados hoy por la cristología encontrarían su principal solución en una fidelidad de este género. Es de notar que la devoción a la Virgen puede y debe ser una garantía frente a todo lo que tendiera hoy a cortar las raíces históricas del Misterio de Cristo. Cabría preguntarse si el debilitamiento de la devoción a la Virgen no oculta muchas veces un titubeo en la afirmación franca del Misterio mismo de Cristo y de la Encarnación.

Clima mariano.
Es evidente que este misterio de la Virgen no puede ser vivido más que en un clima interior de sencillez, de abandono, que no tiene nada que ver con una cursilería o con una efusión superficial de sentimientos. El trato con la Santísima Virgen no puede conducir sino a un mayor trato con Cristo y con su cruz. Nada mejor que la verdadera devoción a María, comprendida como un esfuerzo de imitación cada vez más completo, puede introducir, según el espíritu del Concilio Vaticano II y de la Exhortación Marialis cultus, de Pablo VI, a la alegría de creer: "Dichosa tú que has creído" (San Lucas I, 45).

Un seminario no debe retroceder ante el problema de dar a sus alumnos, por los medios tradicionales de la Iglesia, un sentido del misterio mariano auténtico y una verdadera devoción interior, tal como los santos la han vivido y tal como San Luis María Grignion de Montfort la ha presentado, como un "secreto" de salvación.

III. Conclusión.
Para concluir, querríamos presentar una sugerencia. A decir verdad, deseamos que esta sugerencia sea tenida en cuenta y que vaya tomando cuerpo, poco a poco, en las instituciones de una manera sólida y duradera.

Una sugerencia.
El ideal del que hemos presentado sólo algunos rasgos es difícil de alcanzar. Los jóvenes generosos que se presentan para el sacerdocio vienen de un mundo donde una sobreexcitación permanente de la sensibilidad y una sobrecarga del pensamiento hacen casi imposible el recogimiento interior. La experiencia ha demostrado que un período de preparación al seminario, consagrado exclusivamente a la formación espiritual, no sólo no es superfluo sino que puede aportar unos resultados verdaderamente sorprendentes.

El testimonio de cierto seminario donde, como consecuencia de esto, el número de jóvenes ha aumentado bruscamente, pone de manifiesto, según el testimonio de los responsables, el fruto de esta valiente iniciativa que dura un año entero.

Este período de propedéutica espiritual es muy bien acogido por los mismos interesados. Quizá alguna diócesis crea que, teniendo necesidad de sacerdotes, realiza con esta operación un sacrificio imprudente: en realidad muy pronto podrá apreciar el beneficio. Nos permitimos, a modo de conclusión, insistir en que este intento sea ensayado.

Sería ventajoso que esta preparación se hiciera en un lugar distinto del seminario mismo y que se prolongara un cierto tiempo. Se obtendría así, desde el principio, lo que difícilmente, quizá, se pretende conseguir durante los años de seminario en los que el trabajo intelectual ocupa la mayor parte del tiempo y no se dispone del sosiego y la libertad de espíritu necesarios para una verdadera iniciación espiritual.

Si esta sugerencia fuera aceptada, las indicaciones y recomendaciones hechas en esta carta tendrían, cabe esperar, la mejor oportunidad de producir su fruto.
Es evidente que no siempre será posible realizar esta iniciativa, pero se abrirán muchas posibilidades a la imagen generosa de aquellos que quieran aceptar las advertencias procedentes, y fiarse de la gracia de Cristo, que les ayudará a ponerlas en práctica.

Roma, Palacio de la Sagrada Congregación, 6 de enero de 1980, Solemnidad de la Epifanía del Señor. Cardenal Gabriel M. GARRONE, Prefecto Antonio M. JAVIERRE ORTAS, arzobispo titular de Meta, Secretario

Añadir leyenda SANTUARIO DE LO VÁSQUEZ
      


SACERDOTES DIOCESANOS EN TODO Y CON TODOS
 Con ocasión de un nuevo aniversario de la muerte de Monseñor Emilio Tagle Covarrubias, quien ejerciera como Arzobispo de Valparaíso, durante 21 años, nuestra parroquia de Puerto Claro  ha querido recordarlo con  la Santa Misa y con la publicación de una Carta Pastoral  referida a la celebración de la Santa Misa y del Culto Eucarístico dada el 4 de Mayo de 1983.

A Don Emilio Tagle le correspondió ejercer como Obispo en Valparaíso, bajo el Pontificado de San Juan XXIII, de San Pablo VI, Juan Pablo I y de San Juan Pablo II, a quienes en todo momento invitó a escuchar y seguir su voz, aun en los tiempos del desafiante disenso que hubo recién concluido en Concilio pastoral celebrado entre 1961 y 1965.
La sentida partida del recordado Pastor diocesano sucedió el 5 de Septiembre de 1992, por lo que  transcurridos 23 años de esa fecha, su obra realizada comienza a echar sólidas raíces en aquella historia que se escribe con mayúscula. En ella, sin lugar a dudas se destaca la creación del Seminario Diocesano colocado bajo el manto maternal de la Virgen María, Madre y Reina de los Sacerdotes y que ha dado a la fecha un centenar de sacerdotes desde su fundación.
Nunca ha sido fácil ni simple la formación sacerdotal a lo largo de la historia. El Seminario nuestro ha pasado y pasará sin duda por épocas de gran dificultad. Nació en el momento que humanamente menos parecía proclive a la fundación de un seminario, y lo hizo con el incondicional apoyo del clero secular –“diocesano”- que establemente permanece al servicio de la santidad de la porción de la Iglesia que le ha sido asignada y a la cual permanece específicamente consagrado. 

Ha debido navegar por las turbulentas aguas de un mar que en ocasiones pareció hacer zozobrar la nave del Seminario, como lo fue en aquella época de gran sequedad vocacional en la cual, nuevamente la visión preclara del Obispo Emilio Tagle hizo que,  con el hecho de trasladar el Seminario junto al Santuario de Lo Vásquez,  tuviese un nuevo impulso haciéndolo germinar fecundamente en vocaciones llegando a tener hace treinta años –casi- un centenar de seminaristas, por lo que las fundadas esperanzas  de “illo tempore” hicieron proyectar y construir la infraestructura necesaria para acoger 120 futuros candidatos al sacerdocio.

En los últimos años el número de vocaciones ha decrecido peligrosamente: el índice histórico de deserción durante el período formativo es cercano a dos tercios, lo que implica que en el mejor de los casos de quince seminaristas que eventualmente hubiesen, se terminen ordenando –finalmente- sólo un tercio, lo cual no alcanza a ser uno al año, y presenta un desafío en orden a hacer una promoción vocacional “pro activa”. ¡En esta materia si hay que ser insistente!
Los seminaristas de aquellos años  teníamos gran respeto al Rector, algunos –además- manifestaban sincero cariño y afecto por quien dirigía el Seminario, por cierto,  ninguno le tenía temor. El temor esteriliza las vocaciones, hace que  los jóvenes seminaristas no perseveren. Una institución donde se tema a sus autoridades no tiene un clima sano y se verá imposibilitada de impartir una formación  adecuada.

Ese respeto hizo rebozar en vocaciones un tiempo nuestro seminario diocesano, en el cual, se creó un clima propicio del que refieren documentos emanados por la Santa sede de aquellos años, uno de los cuales hemos querido recordar pues tuvo influencia directa en el perfil de la formación espiritual del Seminario de Lo Vásquez durante la década del Ochenta, el cual experimentó una verdadera primavera vocacional tan distinta al invierno que se vive en la actualidad.
Quiera Dios que la nueva lectura de estas dos cartas sirva para profundizar lo que un día se conoció, y para otros, sea descubrir la inmensa riqueza del Magisterio perenne, cuyo sabor resulta gratificante en toda época pues sabemos de dónde viene. 

                                  PADRE JAIME HERRERA GONZÁLEZ, SACERDOTE DIÓCESIS VALPARAÍSO

           
                       
      

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