martes, 10 de mayo de 2016

¡Cuánto de ama, cuánto se cree!

 HOMILÍA  SOLEMNIDAD  DE  LA  ASCENSIÓN  2016.

1.     “Les dijo: Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén” (San Lucas XXIV, 46-47).

Casi sin darnos cuenta el tiempo de Pascua de Resurrección ha ido avanzando. Recorrimos cada una de las apariciones de Jesús Resucitado, llenándonos de alegría y de esperanza. Ambas nos hacen ver este día,  a la luz de la fe, pues sabemos hacia dónde vamos, sabemos con quién vamos y sabemos a qué vamos.

Hace unos días miraba con grata sorpresa cómo en un colegio católico del extranjero el alumnado tenía un saludo común. El dedo índice mirando hacia lo alto,  gesto que deseaba manifestar la vocación de la que todo bautizado tiene desde el día que fue constituido como hijo de Dios e hijo de la Iglesia. No otra vocación que aquella que el Apóstol Pablo nos señala: “Sois ciudadanos del cielo…ciudadanos de los santos” (Efesios II, 19).

Por esto, para muchos esta celebración resulta quizás como “ajena” y “distante”, toda vez que se suele vivir socialmente a “ras de suelo”, pensando que el destino del hombre termina en los cuatro puntos cardinales de este mundo. Instalados en él, pensamos que nada nos moverá, permaneciendo como anclados en sus criterios, en sus fines, y en sus medios.

La vida actual gira en torno a lo que pasa, y en ocasiones,  nuestro mensaje se confunde con las voces de este mundo, presentado un proyecto de vida que no tiene otra expectativa que satisfacer a los falsos ídolos del poder, del tener y del placer, ante los cuales se les tributa el homenaje de una ciega obediencia.

Hoy el Evangelio nos habla de una esperanza cierta, la cual es la persona de Jesucristo, en quien tenemos la respuesta definitiva, que no viene a completar nuestras deficiencias sino a dar respuesta plena a todo lo que somos.

En Él nada queda al margen, por lo que podemos confiar que cualquier prueba que ofrezcamos por amor a Dios y a su Iglesia,  tendrá el premio de la Bienaventuranza Eterna, donde Jesús dirá: “Venid, benditos de mi Padre al lugar preparado para vosotros desde toda la Eternidad” (San Mateo XXV).

Notable detalle que coincida la Ascensión del Señor en el día que en muchos hogares honrarán la grandeza de la maternidad en su dimensión física y espiritual. En primer lugar, nuestra mirada se detiene en este día de la ascensión del Señor con quienes en su vida virginal prefiguran la vida en el cielo.

PADRE JAIME HERRERA, Y HERMANOS JUNTO A SU MADRE. 
                                 

La totalidad de la entrega de la mujer en su consagración como religiosa le hace tener una disposición universal para acoger y cuidar el don de la vida, allí donde se encuentra. Por esto: los hogares de menores, las cárceles, los centros educativos, los hospitales, los lechos de enfermos, y hasta el purgatorio mismo han tenido fieles guardianes de quienes están en esos lugares tan diversos. Las religiosas sin duda ejercen la maternidad, por esto suelen ser reconocidas como “madres”.

Por ello, entre las obras de misericordia la vida de las religiosas ha sido una verdadera plegaria en acción, donde la creatividad ha llevado a ser impulsoras de caridad en las fronteras  donde se ha necesitado. ¿Enfermos de lepra? ¿Casas de Sida? ¿Hogares de ancianos? ¿Casas de acogida para madres en riesgo de abortar? En todo siempre las religiosas han “llevado la delantera” en iniciativa, en perseverancia, en constancia, en aceptación de riesgo como el que se vive actualmente en tantos países islámicos. No dudemos en este día en saludar a tantas religiosas de nuestras comunidades católicas, que han hecho de sus vidas la fidedigna interpretación del amor de Dios.

La vivencia de los votos de pobreza, obediencia y virginidad lejos de ser un obstáculo para el ejercicio de la maternidad espiritual resulta el mejor engaste por el cual una vida consagrada se ofrece a Dios y desde Él, se ofrece al mundo para servir. La exclusividad de una entrega perpetua a Dios en alma y cuerpo hace al corazón más libre para estar disponibles a la hora de servir a todo aquel que lo necesita, por lo que se verifica una vez más que sirve para vivir aquel que vive para servir.

La grandeza de la fe es el amor. Así lo ha sentenciado el Romano Pontífice, al destacar que “la medida de la fe es el amor”. Cuanto se ama, cuanto se cree, por ello, la causa del acrecentado amor que tiene una madre emerge hondamente desde su particular condición de creyente, lo cual le hace descubrir que el hijo suyo ha sido puesto a su cuidado por Dios mismo –dador de toda vida- del cual deberá dar precisa cuenta no sólo de los desvelos para su bienestar físico sino sobretodo espiritual y moral.

En efecto, el mandato de Dios en el Génesis: “Creced, multiplicaos poblad la tierra” no sólo apuntaba a la mantención de la especie, sino que se encaminaba a asumir el proyecto de Dios que hace a cada persona gestada a su imagen y semejanza, por lo que el derecho a nacer es el primero y necesario de los que posee el hombre, y del cual se desprenden todos los demás.

Sin garantizar el derecho a nacer ¿qué sentido tendría el poseer el derecho a estudiar gratuitamente? Si a una criatura se le impide nacer ¿Qué sentido tendría hablar de grados de participación ciudadana?, si a un solo pequeño se le impide poder nacer en razón de su salud, en razón de su origen, en razón de sus capacidades, con ese acto  se termina hipotecando y colocando en tela de juicio la viabilidad de toda persona ya nacida. No es mezquina la historia contemporánea al referir los dramáticos ejemplos cuando una ideología utilitarista y materialista ha intentado arrasar con la vida humana.
2.     “Bajo sus pies sometió todas la cosas y le constituyó Cabeza suprema de la Iglesia, que es su Cuerpo, la Plenitud del que lo llena todo en todo” (Efesios I, 22-23).

Existe un verdadero hilo conductor entre la Santa Biblia y el don de la maternidad, toda vez que en sus primeras páginas (Génesis III, 15)  anuncian que  una mujer aplastará el poder del maligno prefigurado en la serpiente tentadora, en tanto que, culmina la revelación en su último libro –escrito por san Juan- describiendo a un dragón que quiere devorar a la madre y al hijo  (Apocalipsis XII, 1-17).
  
Sabemos que en la Sagrada Escritura la figura de la madre ocupa un lugar privilegiado, y en todo momento ligado a las bendiciones de Dios.  Aún más, la misma misericordia de Dios se presenta   bajo la perspectiva del don de la maternidad toda vez que los hijos son siempre un “regalo de Dios” (Salmo CXXVII, 3-5), cuya grandeza radica en ser expresión de la bondad de Dios y en ser una gracia específica, como única, donde la vinculación de la madre respecto de sus hijos no tiene comparación con otros afectos.

Esto lo encontramos en los escritos de San Pablo, en los cuales encontramos la expresión griega phileoteknos, la cual evoca el especial amor maternal, del cual deducimos que es un amor preferencial, que conlleva un particular cuidado que tiende a: alimentarlos, abrazarlos con cariño, cubrir sus necesidades, manifestar ternura, de tal manera que se exprese un amor como si fuera el único salido de la mano de Dios.

La experiencia de cada uno nos enseña que ello es una realidad pues siempre la madre sabe encontrar oportuna y eficazmente la palabra y la actitud que requiere cada hijo.
El reloj de una madre suele avanzar de una manera diversa a la que gira el tiempo en general. Siempre dispuesta a servir, siempre atenta a reparar, siempre dada a escuchar pero –también- a aconsejar, en ocasiones “a tiempo y destiempo”. Así lo dice el Antiguo Testamento respecto del amor de una madre: “disponible, mañana, tarde y noche” (Deuteronomio VI, 6-7). Siempre resulta ejemplar el hecho de ver a las madres en vigilia cuando los hijos pasan por alguna dificultad.

3.     “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos”

Así ha sido la presencia de la Virgen Santísima a lo largo de toda la historia de la Iglesia. En los momentos de mayor dificultad su asistencia ha estado garantizada, toda vez que Ella, obediente y creyente a los designios del Dios, ha ido acompañando en todas las generaciones desde el instante mismo de la Encarnación que quedo solemnizado por las palabras de Jesús, su hijo y Dios, aquel viernes Santo: “Mujer ahí tienes a tu hijo”  Y en aquel todos los bautizados estuvimos representados.

Dios respondió al desafío y la desobediencia de Satanás con la obediente sumisión de una mujer que hace lo que Dios le pide, por lo que, por medio de su maternidad, Dios da respuesta a la soberbia y la jactancia de Satanás con la presencia de un recién nacido envuelto en pañales...Un Hijo nacido de una mujer y madre. ¡Viva Cristo Rey!

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