martes, 21 de junio de 2016

Iglesia fresca o una fresca Iglesia

DUODÉCIMO DOMINGO / TIEMPO ORDINARIO / CICLO “C”

1.        “Aquel día habrá una fuente abierta para la Casa de David y para los habitantes de Jerusalén, para lavar el pecado y la impureza” (Zacarías XIII, 1).

Dos preguntas hace nuestro Señor en este día que exigen nuestra respuesta: “¿Qué dice la gente sobre mí?” Y luego, “¿Qué dicen ustedes sobre mí?” Es tan fácil opinar de lo que se opina, particularmente en este tiempo donde las denominadas “redes sociales” permiten interactuar con un sinnúmero de personal de manera simultánea. Con insistencia se nos recuerda que la “verdad” es aquella que mayoritariamente gusta a más personas, cediendo a la falacia de apoyar lo verdadero en lo que momentáneamente puede tener mayor aceptación.

La misión encomendada por nuestro Señor al  instante de elegir a los Doce Apóstoles, como uno de los momentos fundantes de nuestra Iglesia, implicó acompañarle por cada rincón donde Él avanzada, por lo que insertos hondamente en la realidad misma, vivieron como anticipadamente el mandato: “Id al mundo entero enseñando a obedecer todo lo que Yo os he mandado(San Marcos XVI, 15).  
Puerto Claro, Valparaíso

Ni a ellos ni a lo largo de dos milenios le ha sido ajeno el devenir de la vida humana, en pueblos y naciones, por el contrario, ha sido un signo distintivo la cercanía de nuestra Iglesia a las realidades más hondas de la vida humana: ¡Experta en las cosas del cielo y de la tierra! Por ello,  ¡Madre y Maestra!

Precisamente por lo anterior,  es que Jesús no dudó en preguntar a sus Apóstoles respecto de lo que, por aquellos días,  se decía sobre Él. Y, por cierto, fueron múltiples las respuestas: “Juan Bautista”, “Elías”, “alguno de los profetas”. Aquellos discípulos percibieron lo fácil que resultaba dar opiniones en tercera persona, prontamente serían desafiados por el mismo Señor a dar una respuesta en primera persona, tal como nos pide hacerlo en cada momento de nuestra vida, de modo particular en virtud de la condición bautismal, tal como indica la segunda lectura de hoy: “Todos los bautizados en Cristo, que os habéis revestido de Cristo” (Gálatas III, 27).

Hace unos días entrevistaban a un reconocido escultor quien destacaba la sabiduría inserta en la cultura de los pueblos rurales alejados del progresismo citadino. En lo que podríamos llamar el Chile profundo sostiene subyase la sabiduría de su gente sencilla.
¡Qué distinta es la manera de acoger, de hablar y de acompañar que pueden tener quienes caminan por la vera del camino de nuestros campos, a la que suelen tener aquellos que distantes y silentes avanzan raudos en nuestras ciudades!

Lo anterior, de algún modo se refleja en la vivencia de la fe, en el modo de celebrar y de orar. Como manantial permanente, percibimos una Iglesia fresca en entusiasmo, en entrega, en piedad, y en espíritu de sacrificio, en tanto que, no sin dolor constatamos el ímpetu de frescura abusiva, que busca imponer caminos ajenos al Evangelio y la Iglesia en las aguas putrefactas del antiguo modernismo remasterizado en el actual progresismo. 

La vitalidad de nuestras comunidades no proviene desde el aire que entra en su interior sino que emerge de su estado interior,  de su “sanidad” del alma. Ya podemos colocar el aire más puro en unos pulmones pero si estos tienen enfisema de nada nos servirá. No se trata de decir tampoco que “la verdad está en cada uno”, ni que “la respuesta está en uno” o que “todo depende de uno”, porque ello contradice lo enseñado en la Escritura Santa  que afirma: “la gracia nos viene de Dios” y “por gracia hemos sido salvados” (Efesios II, 8).

Es Cristo el que sana, es Cristo el que conduce, es Cristo el camino a seguir. El hombre autónomamente considerado no tiene la capacidad para realizarse plenamente pues sólo Jesucristo es el camino para el progreso del alma y de los pueblos.

Los sucedáneos de perfección o felicidad no se pueden pretender descubrir en las creaturas sino que la razón de vivir,  de existir,  y de ser,  ha de ser vista en Dios. Él explica en toda su profundidad nuestro ser más íntimo. De tal manera que nuestra razón de vivir es Dios mismo. 

Parroquia Cerro Toro, Valparaíso 2016


2.     “Dios, tú mi Dios, yo te busco, sed de ti tiene mi alma, en pos de ti languidece mi carne, cual tierra seca, agotada, sin agua” (Salmo LXIII, 2).

Las respuestas que nos  entrega el mundo suelen ser múltiples, pero tienen una raíz que se extiende hasta el fatídico episodio del paraíso cuando el hombre travesea dialogante con el maligno quien no duda un instante en hacer ver al hombre que en él está la respuesta, que él es el camino, y que él debe dictaminar los preceptos.

Por todos los medio de manera explícita o tácita, desde la lógica del progresismo teológico se afirmará que la medida del hombre no es Dios sino el hombre mismo, por lo que debe prescindir de Dios. Por esto, descubrimos que  la multiplicidad de respuestas del mundo hace que no haya una sola respuesta sino que toda voz sea una respuesta.

Si Cristo no es respuesta suficiente para el hombre y las naciones,  cualquier cosa lo será, lo cual se verifica a lo largo de la historia de la humanidad, con los sinsabores que ha podido experimentar y que no dejará de padecer en caso  de no modificar el rumbo con la determinación que nace de un alma creyente y de un alma fiel.

Esto no sólo se descubre en la tendencia progresista de una cultura ajena a la fe católica sino que en ocasiones percibimos algunas semillas insertas en el progresismo ad intrae ecclesiae, consecuencia, por cierto,  del liberalismo galopante a lo largo del último cuarto de milenio. La ideología progresista no es contraria finalmente sólo al catolicismo sino que lo es a la misma humanidad.

Nuestra sociedad  parece decir como en el día del pecado original: “No eres tu Dios el importante, soy yo”: elixir de individualismo que nace del orgullo compartido. Por esto,  cualquier supuesto desarrollo humano que se auto margine de Dios, tanto en su mensaje como en su presencia, termina diluyendo la humanidad, por lo que el menosprecio de la fe necesariamente terminará cobijando el desprecio del hombre, lo cual se constata en la vida presente de manera tan dramática como permanente.

Si se quita la vida ahora por unos centavos o como consecuencia de unas simples palabras no es por una razón exclusivamente económica, sociológica ni –solamente-  ideológica, sino que tiene un origen principalmente religioso y espiritual.
El anuncio de nuestra madre la Iglesia hace al mundo le ha sido dado. Es custodia fiel de un mensaje recibido alejado de toda inventiva autorreferente. Allí se juega su frescor más puro, la pureza de su mensaje no se reviste de novedades sino de fidelidades.

A este respecto miramos el episodio descrito en el Antiguo por el profeta Elías cuando descubre la presencia de Dios no en la llamativa tormenta, ni en la fuerza masiva de un viento huracanado, sino que lo contempla en medio del silencio y la evidencia de lo cotidiano, señalado bajo el signo de la “suave brisa” (1 Reyes XIX, 3-15).

Todo ello es imagen de la tentación a la cual  como miembros de la Iglesia debemos vencer y evitar cautivarnos por lo novedoso, a no arrodillarnos a lo que se reconoce viralizado. Como creyentes no podemos andar por la vida (deambulando)  como “mendigos” de una verdad que ya nos ha sido entregada y de la cual nuestra Iglesia Santa es su única depositaria y custodia.

Es cierto que podemos ser en todo momento “mendigos de la bondad y misericordia de Jesucristo”, pero nunca de la certeza de sus palabras.

Es absurdo pretender organizar debates desde el espíritu asambleísta para descubrir aquello  que, primero ha sido definido por Dios según enseñan los santos evangelios y segundo, de aquello que la viva trayectoria de la Iglesia ha entregado en la voz de su Magisterio perenne y la enseñanza de sus “mejores hijos” como son los Santos.
En tal sentido, podemos ver en el tiempo múltiples nuevas estrellas en el cielo,  más,  siempre resultará estéril la pretensión humana de crear una sola estrella, de manera semejante,  la invención de una doctrina al margen de la que ha sido revelada siendo audaz –irremediablemente-  resultará ineficaz.

En efecto, si algo parece necesario para la vida pastoral de nuestra Iglesia es que se presente y sea vista por el mundo como una institución, que tan divina como humana, otorgue seguridad a quienes buscan refugio en Ella no sólo en el plano de los afectos sino –también- de las certezas que no es posible encontrar en lo que hoy  nos ofrece el mundo ni en lo que cada uno pretende lograr autónomamente.

Padre Jaime Herrera González

3.     “Y les dijo: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Y Pedro contestó: El Cristo de Dios” (San Lucas IX, 20).

La roca sólida de la fe de nuestra Iglesia santa no puede quedar reducida a un montón de corchos que terminen varados por el oleaje del espíritu secularista y de la ideología imperante del  progresismo.

A lo largo de toda su vida, Jesús constantemente se manifestó como quien confiere seguridad. Su invitación respondía más a una viva exhortación que a una simple “invitación de cortesía”. En el “supermercado de las propuestas” nuestro Señor deseaba ocupar la primacía del corazón, y no ser presentado como una simple posibilidad entre muchas. Por ello dijo: “¡venid a mí!, ¡aprended de mí!, ¡seguid mis pasos!”, lo cual como miembros de su Iglesia,  hemos de procurar seguir por medio de un apostolado pro activo que no se avergüence de presentarse como el único camino seguro y por tanto necesario, para alcanzar la Bienaventuranza eterna.

El “aire fresco” que podemos ofrecer al mundo para alejar las consecuencias del pecado, origen de toda miseria humana, está en estricta unión con el grado de fidelidad, con el espíritu de sacrificio, de mortificación, y con la plena sintonización con la armónica enseñanza del Magisterio de la Iglesia. El tener la seguridad que a lo largo de este camino no hay notas disonantes pues, se cuenta con la asistencia del Espíritu Santo prometido por el mismo Jesucristo, constituye un verdadero “imán” que sostiene a quien está cansado y mueve al que está como anquilosado en la búsqueda desenfrenada de novedades. El manto de nuestra Madre Santísima nos haga ser partícipes de esta Iglesia fresca por la santidad, fidelidad y gozo de cada uno de sus hijos bautizados. ¡Que viva Cristo Rey!

DIÓCESIS DE VALPARAÍSO / PADRE JAIME HERRERA / CURA PÁRROCO
   

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