lunes, 24 de octubre de 2016

Dios siempre puede más

 HOMILÍA EXEQUIAL  /  PARROQUIA VIRGEN DEL CARMEN 2016.

1.      BÚSQUEDA DE CERTEZAS.

En este día, la Iglesia honra la memoria de San Juan Pablo II, a quien tuvimos la oportunidad de acoger en nuestra ciudad hace casi tres décadas, un día dos de abril. En aquella oportunidad, quienes estuvimos presentes en las alturas de Rodelillo, escuchamos con atención el mensaje que dirigiera el Romano Pontífice explícitamente  a la ciudad  e implícitamente al mundo entero.

En parte de su intervención el Santo Padre recordó las múltiples  preocupaciones de los padres por sus hijos, reflejada en la actitud de San José y la Virgen María quienes “no encontraban a su hijo y desconocían las razones profundas de aquel extravío”, añadiendo luego el Santo Padre una pregunta que ahora repetimos: ¿Por qué no pensar que esta preocupación de María y José es semejante a tantas angustias e inquietudes de los padres y madres de todas las épocas?

Hoy, este templo cobija las múltiples interrogantes, y numerosos cuestionamientos que anidan en lo más hondo de nuestros corazones. Una vez más percibimos lo revelado por nuestro Dios: sólo  Cristo explica todos los misterios de la vida humana, sus gozos y tristezas; preguntas y respuestas, incertidumbres y certezas. Nada escapa a la voz de Cristo que hoy más que nunca resuena con fuerza: “Sin mi nada podéis”...“Yo soy el camino, la verdad y la vida”.


En ocasiones, la cultura que estamos inmersos nos presenta múltiples beneficios, los cuales sin duda nos hacen vivir de una manera no sólo diferente a la de nuestros antepasados, sino que en algunos aspectos muy favorables a nuestras aspiraciones. Nunca antes contamos con tantos medios de comunicación, lo cual no garantiza por cierto una verdadera cercanía; nunca como antes hemos tenido más acceso a medios de información lo cual no garantiza una mejor formación; nunca como antes hemos podido acceder a tantos bienes de consumo y en ocasiones por ellos verificamos que se nos consume la vida.

Y es que la tentación que entraña una sociedad de la satisfacción en ocasiones lleva al vacío del alma, a beber el sinsabor de un mundo que avanza ciego de espaldas al Dios que lo creo. “inquieto está nuestro corazón mientras no descanse en ti Señor” afirmaba San Agustín de Hipona (Confesiones, 1,1,1).

El citado Sumo  Pontífice visitó en reiteradas oportunidades  su natal Polonia. En la tercera visita, hizo hincapié en no dejarse seducir por la tentación de pretender edificar una sociedad sin Dios, adorando los nuevos becerros del placer, del poder y del tener.

Cuántas veces hemos emprendido, a lo largo de nuestra vida, la ilusión de caminar al margen de la voluntad de Dios experimentando –a poco andar- la liviandad y caducidad de las pretendidas autonomías humanas, las cuales sin duda, corroen la vida en comunidad que se nutre del anhelo por servir, por amar, por ayudar, sabiendo que todos necesitamos de todos, y nadie se basta sólo de sí mismo. La presencia de Dios en nuestro corazón nos hace ir al encuentro de quien está a nuestro lado y nos hace permeables -casi sensiblemente- a sus requerimientos, pues nada que sea propiamente relativo a la vida humana puede quedar al margen de lo que de suyo pertenece a nuestra condición de hijos de Dios.

No somos barcos a la deriva en medio de un mar impetuoso, nos sabemos parte de quienes vamos navegando con Jesucristo que es –finalmente- quien sostiene,  en todo momento,  el timón de nuestra alma. El Señor Jesús prometió que no sucumbiríamos en medio del mar tempestuoso, más no dijo que amainarían las tempestades. ¡Zarandeados, mas no derribados! ¡Conmovidos, mas no vencidos!

Hermanos: Dios no deja de querernos, dejémonos querer por Dios; Dios no deja de buscamos, dejémonos encontrar por Dios. Nuestro mundo esta inflado en sus seguridades, sumergido en los reiterados anuncios en orden a que todo depende de cada uno, que todo está centrado en cada uno, mas irremediablemente, el tiempo y la gracia,  hacen que la bruma de la fantasía inexorablemente de paso al mediodía del amor de Dios, ¡Quien siempre puede más y es más fuerte!.

En efecto,  la verdadera riqueza del hombre pasa por el desasimiento de sus seguridades llegando a preguntarse en todo momento, aun en medio de una cultura adversa a la fe: ¿Qué tienes tú que no te haya sido dado por tu Dios?

2.      CONFIANZA EN DIOS.
Entonces,  encontramos una respuesta que realmente es capaz de satisfacer todas nuestras necesidades, y que no relega a ninguno de nuestros deseos. Confiamos en el poder de Dios, somos partícipes de su constante protección, y por ello avanzamos en la seguridad que, a pesar del rugir de las aguas turbulentas, del ímpetu de los vientos huracanados, de la noche oscura, la Palabra de Dios y su presencia cumplida en la celebración de la Santa Misa de cada día, nos hace contemplar y ser partícipes del fin y la raíz de nuestra confianza que es el amor de Dios, de tal manera que con el salmista una y otra repetimos: “El Señor es mi pastor nada me habrá de faltar” (Salmo XXIII).

Por medio del don de la fe, que hemos recibido como un regalo el día de nuestro bautismo, asumimos el hecho de la partida de nuestro hermano como una oportunidad para renovar nuestra confianza en los designios de Dios, el cual como suele afirmar la sabiduría de los hijos de nuestra tierra: “Dios por algo hace las cosas”.  Pero, no basta con solamente saber ni solamente repetir esta frase, cuando se hace necesario enfrentar el temprano retorno de un familiar y amigo  ante la presencia de Dios.



Hay múltiples aspectos que nos exhortan a nutrir nuestra confianza en la hora presente.
a). Dios es el que convoca: Ante el hecho evidente de la muerte, sabemos que ningún segundo, ningún minuto, ninguna hora antes de los que Dios permita saldremos de este mundo sin que Él no deje de permitirlo. Por ello si nada escapa de su mirada, tampoco nada queda al margen de su Divina Providencia.

b). Dios es un Padre que sabe esperar: Inmersos en un mundo donde todo parece ser requerido para ayer, y donde la urgencia reviste las amistades y quereres, vivimos con la premura de la falta de tiempo. O atrasados,  o apurados pero rara vez contamos con  el tiempo necesario. Esto hace que seamos impacientes lo que termina, muchas veces,  friccionando y fracturando nuestras relaciones personales y sociales. A diferencia nuestra, el señor tiene una paciencia que jamás se agota, dándonos en todo momento una nueva oportunidad, indicándonos un nuevo camino, y permanentemente enviándonos múltiples auxilios espirituales para llamarnos junto a sí  en el momento que mejor esté dispuesta nuestra alma. Él no quiere sorprendernos, pero sí desea que estemos en todo momento bien preparados, con la maleta hecha de una vida afín a la vocación a la que estamos llamados desde nuestra creación: un día “ser ciudadanos del Cielo(Filipenses III, 20).

c). Dios no se deja vencer en generosidad: Aunque el hombre y nuestra sociedad haga infinitud de obras opuestas a la voluntad de Dios, sabemos que la última palabra le pertenece. Cuando surgen incertidumbres que parecen no tener respuesta en infinitud de puntos suspensivos, y cuando la consistencia de la realidad parece ser inmodificable como es el misterio de la muerte, el punto final Dios se lo ha reservado. Y Él siempre puede más que nuestro pecado, puede más que la inevitabilidad del morir, haciendo revertir las falsas afirmaciones mundanas como aquella que dice: “Todo tiene solución menos la muerte” Para el que verdaderamente confía en Dios,  la muerte tiene un nombre, tiene un rostro y es la persona de Jesucristo quien nuevamente nos repite: “Aquel que se une a mí con fe viva no morirá para siempre(San Juan XI, 26)…por lo que la sagrada liturgia sentencia en una de sus plegarias que donde abunda el pecado sobreabunda la gracia.

d). Dios valora la oración de intercesión: En tres oportunidades nuestro Señor destacó el poder de orar, y aún más, de la fuerza incontrarrestable de la plegaria hecha por nuestros seres queridos. Garantizó con el cumplimiento de su palabra que “todo lo que pidamos en su nombre Él nos lo concederá” (San Juan XIV, 13), añadiendo posteriormente que “donde dos o más estén en su nombre, El estará en medio nuestro” (San Mateo XVIII, 20). Y, aquí somos más de dos, hay un sinnúmero de fieles que han querido elevar su oración y juntar sus intenciones por el descanso eterno del alma de nuestro joven hermano. En ocasiones, podemos pensar que a causa de nuestra maldad, Dios no acoge nuestras oraciones, mas, fue el mismo Cristo quien nos recordó que: “si vosotros siendo malos dais cosas buenas a vuestros hijos ¡Cuánto más vuestro Padre de los cielos dará cosas buenas a quienes se lo imploran con sinceridad!” (San Lucas XI, 13).

e). Dios no deja de premiar las buenas acciones: En los Santos Evangelios son múltiples los milagros y gracias que Dios concede por medio de la acción eficaz de quienes interceden por otros, tal como leemos cuando cuatro amigos colocan con gran esfuerzo a un inválido a sus pies para sanarlo, lo cual Jesús dice que a causa de la fe de aquellos amigos, el hombre fue sanado. Toda una lección para valorar debidamente cualquier esfuerzo hecho en bien de quien lo requiera: la compañía, el consejo oportuno, un simple vaso de agua fresca, la debida corrección fraterna, la visita al enfermo, la ayuda afectiva y efectiva a quien lo necesite. Todo ello  nos hace tomar conciencia del deber que como creyentes tenemos de servir “como Jesús lo hacía”. El estilo de la vida de Jesús tiene su plena vigencia si consideramos qué es el hombre, por dónde avanza y hacia dónde encamina sus pasos, por ello nuestras acciones, por pequeñas que parezcan, adquieren aroma de eternidad si acaso se realizan desde el amor a Dios.

f). Poder de la intercesión maternal: Más, dejamos para el final la razón de esperanza que está presente desde el inicio. El poder de intercesión de Nuestra Madre Santísima. ¡Quien más que Ella sabe respecto del sufrimiento humano! Con toda la crudeza de lo acontecido aquel Viernes Santo, en el cual a quien esperó vivamente antes de engendrar, y concibió primero en el alma y luego en su cuerpo, se transformó en  experta en humanidad, nos acompaña ahora para descifrar desde la fe,  el misterio que encierra  la partida de nuestro hermano.

Nuestra celebración hoy, más allá de ver patenté la realidad de la partida de un hermano,  desde la vida nos habla de vivir. Es la persona de Jesucristo que todos vimos muerto en la cruz, quien permanece vivo en medio nuestro en esta Santa Misa, la cual celebramos para alabar y agradecer a Dios, para interceder e implorar el perdón necesario en medio de este Año santo de la Misericordia.
Hermanos, el gran Juan Pablo II repetía con frecuencia: “No temáis, abrid de par en par las puertas a Cristo”, lo que implica dejar en sus manos, en su mirada, en su voz, en su bondad la eterna salvación de un joven que a sus pies hoy implora junto a los Apóstoles “¿Señor dónde podemos ir?”(San Juan VI. 68). Anhelando escuchar, sentir y mirar a Aquel que dijo: “Venid bendito de mi Padre al lugar preparado para ti desde toda la eternidad” (San Mateo XXV, 34). ¡Que Viva Cristo Rey!


PADRE JAIME HERRERA GONZÁLEZ / CURA PÁRROCO DE PUERTO CLARO / VALPARAÍSO











sábado, 15 de octubre de 2016

“DISPENSADORES DEL PERDÓN Y LA MISERICORDIA DE DIOS”


 LA CONFESIÓN EN EL AÑO DE LA MISERICORDIA.

A). Introducción: Una tarea urgente.

Uno de los pilares fundamentales en la vida de todo sacerdote es la vivencia del perdón, recibido y concedido. El presbítero ante la inmensidad de la gracia de la que es depositario desde el momento de su consagración, está llamado a ser dispensador del perdón de Cristo.  Nuestra Iglesia está cobijada a la mirada protectora de San José, quien después de la Virgen Santísima, es “el más apreciado de Dios para impetrar las divinas gracias a favor de sus devotos” (San Alfonso María de Ligorio), una de las cuales es, sin lugar a dudas, el arrepentimiento, la absolución y la vida penitente, espiritual y físicamente entendida. Aquel espíritu de penitencia que nos habla la Escritura, y que en el oficio solemos repetir: “un corazón quebrantado Tú no lo desprecias, Señor” (Salmo L), es la gracia necesaria para nuestro tiempo, donde la culpabilidad se diluye en justificaciones naturalistas que terminan esterilizando, sino castrando la posibilidad de una verdadera conversión.

Toda nuestra vida, sea en los años de seminario, en un convento, y luego, en el ejercicio del ministerio, está marcada por una verdad,  que debería hacernos –simplemente- temblar por su grandeza: millares de conversiones, confesiones, reconciliaciones, pasarán por lo que buenamente hagamos, y con nuestras negligencias –quizás- serán causa de provocar numerosas condenaciones. Guiovanni Guareschi es el autor de una serie de novelas que posteriormente se llevaron al cine, en la década del cincuenta. Relata la vida de Don Camilo, sacerdote de un pueblo italiano de Brescello, en la región de Reggio Emilia luego de guerra, que constantemente entra en conflicto con el alcalde de la localidad, de profesión mecánico y activo militante de la hoz y el martillo. Lo importante es cómo hablaba con Jesús, cuya imagen pendiente sobre el altar le hablaba “de tú a tú”.  En una oportunidad ante la dureza de trato que había tenido aquel  hombre de hábito talar con unos feligreses, le recuerda “si se condenan, será en parte, tu responsabilidad”, por lo que, el empeñoso párroco termina accediendo a la solicitud hecha por Don Pepone, el alcalde de la ciudad.

En muchas ocasiones, escucharán hablar de “responsabilidades”, “encargos”, “tareas y servicios”, más, dichas realidades –importantes- ciertamente, en el caso del sacramento de la confesión, es de trascendencia prioritaria. No puede quedar relegado a un aspecto añadido o accesorio, que pueda estar o no. Ningún consagrado puede marginarse ni marginar en su obrar pastoral del sacramento de la confesión, porque ello implicaría mutilar la voluntad salvífica de Cristo, que instituyó dicho medio de salvación para darnos su perdón.




Muchos males del mundo realmente existen por ausencia del sacramento: el sacerdote puede tener horarios de confesiones, ello es oportuno y adecuado, pero debe estar pronto a cualquier hora, tal como en el caso de los enfermos, para administrar dicho medio salvífico, teniendo presente que con la premura y disponibilidad que se tenga, las gracias concedidas por el Señor serán mayores.  En realidad, el criterio de la extremaunción y confesión indica que deberían  ser tenidos como equiparable: ambos son igualmente necesarios, ambos dan gozo en los cielos, pues “Hay más alegría en el cielo por un pecador que se arrepienta que por noventa y nueve justos(San Lucas XV, 3). Cuántas serán las bendiciones que Dios concederá a un sacerdote que al estar pronto en el perdón, es capaz de saca una sonrisa a Dios.

B). El sacerdote debe rezar por la conversión de sus fieles.

El camino de la mediación del sacerdote, es prefigurado en el Antiguo Testamento. Grandes profetas y reyes, hicieron penitencia para obtener, de parte de Dios, el perdón necesario para su pueblo. La oración perseverante de Moisés obtuvo la fuerza de los suyos encabezados por Josué (Éxodo XVII, 8-13). La fortaleza en el combate, para conquistar una ciudad, bien podemos entenderla –también- desde la victoria de una virtud. Importante puede ser haber vencido una ciudad agresora del pueblo amalecita; mayor mérito tiene el haber vencido una tentación a fuerza de la virtud.

El profeta Jonás para alcanzar la conversión y el perdón de los habitantes de Nínive –capital de asiria- debió hacer,  él y todos sus habitantes, mucha  penitencia física, que siempre es grata a Dios, porque configura a los sufrimientos de su Hijo Unigénito en la Cruz. Por aquellos días, dice la Escritura: “Vino la palabra del Señor sobre Jonás: «Levántate y vete a Nínive, la gran ciudad, y predícale el mensaje que te digo.» Se levantó Jonás y fue a Nínive, como mandó el Señor. Nínive era una gran ciudad, tres días hacían falta para recorrerla. Comenzó Jonás a entrar por la ciudad y caminó durante un día, proclamando: « ¡Dentro de cuarenta días Nínive será destruida!» Creyeron en Dios los ninivitas; proclamaron el ayuno y se vistie­ron de saco, grandes y pequeños. Llegó el mensaje al rey de Nínive; se levantó del trono, dejó el manto, se cubrió de saco, se sentó en el polvo y mandó al heraldo a proclamar en su nombre a Nínive: «Hombres y animales, vacas y ovejas, no prueben bocado, no pasten ni beban; vístanse de saco hombres y animales; invo­quen fervientemente a Dios, que se convierta cada cual de su mala vida y de la violencia de sus manos; quizá se arre­pienta, se compadezca Dios, quizá cese el incendio de su ira, y no pereceremos.» Y vio Dios sus obras, su conversión de la mala vida; se compa­deció y se arrepintió Dios de la catástrofe con que había amenazado a Nínive, y no la ejecutó” (Jonás III, 1-10)

                                                              
El sacramento de la confesión es “uno de los tesoros preciosos de la Iglesia, porque sólo en el perdón se realiza la verdadera renovación del mundo” (15 de Mayo del 2005). En efecto, acudiendo al perdón de Dios se aprende también a pedir perdón a los demás y a perdonar; a encontrar la paz interior y promover la paz exterior. Condiciones, todas ellas, que permiten aportar un granito de arena en la construcción de un mundo mejor, sin escepticismos ni ingenuidades. En verdad, el sacerdote es importante no sólo por lo que  hace sino, sobre todo, por lo que es, vale decir: un dispensador, repartidor del perdón de Dios, que no sólo lo hace en representación de un tercero, sino a nombre de quien hace las veces como otro Jesús.

Al actuar in persona christi implica procurar ser a la vez: Padre, médico, doctor, y juez. Hermosa meditación es la que Juan Pablo Magno dirigió a los religiosos en Italia: “Como padre, acogerá a los penitentes con amor sincero, manifestando una comprensión mayor a los que hayan pecado más, y después los despedirá con palabras impregnadas de misericordia a fin de alentarlos  a volver al camino de la vida cristiana. Como médico, deberá diagnosticar con prudencia las raíces del mal y sugerir al penitente la terapia oportuna, gracias a la cual pueda vivir conforme a la dignidad y a la responsabilidad de persona creada a imagen de Dios. Como maestro, buscará conocer a fondo la ley de Dios, profundizando los diversos aspectos con el estudio de la teología moral, de manera que no dé al penitente opciones personales, sino lo que el magisterio de la Iglesia enseña auténticamente. Como juez, en fin, practicará la equidad. Es necesario que el sacerdote juzgue siempre de acuerdo con la verdad, y no según las apariencias, preocupándose por hacer comprender al penitente que en el corazón paterno de Dios hay lugar también para él” (12 de Noviembre de 1990).

Uno de los profesores que encontré más “novedoso” por el método de enseñanza en la época escolar, fue el de música. Hacía escuchar obras completas mientras él iba actuando o gesticulando la música. Una de esas obras fue la “Obertura 1812” que se ha convertido en pieza obligada del repertorio orquestal y de la historia musical rusa. Fue compuesta por encargo de Antón Rubinstein para ser interpretada en una exposición en Moscú, por lo que el autor elige el tema patriótico de la resistencia de su país frente a la invasión napoleónica. En la obra podemos oír fragmentos del himno francés, La Marsellesa, y una verdadera descripción sonora de una batalla, con sus ataques de la caballería y el combate cuerpo a cuerpo. De fondo siempre parece surgir la misma melodía. 

Lo anterior me hace recordar que, para lograr la perfección sacerdotal aquellos sacerdotes que han alcanzado la santidad y que nuestra Iglesia nos presenta como modelos a imitar, tuvieron en común, como en una sinfonía de virtudes, una “melodía de fondo” que les acompañó a lo largo de toda su consagración y ministerio, fue su dedicación y opción preferencial a la confesión sacramental. Permítanme recordar a algunos de ellos: el Padre Pio de Pietralcina, El Santo Cura de Ars, San Alfonso María de Ligorio y San Alberto Hurtado Cruchaga.

C). Largas horas de confesionario para alcanzar una eternidad.
1. El Padre Pío de Pietralcina  fue generoso dispensador de la misericordia divina, poniéndose a disposición de todos a través de la acogida, de la dirección espiritual y especialmente de la administración de  la confesión sacramental. El ministerio del confesonario, que constituye uno de los rasgos distintivos de su apostolado, atraía a multitudes innumerables de fieles al convento de San Giovanni Rotondo. Aunque aquel singular confesor trataba a los peregrinos con aparente dureza, estos, tomando conciencia de la gravedad del pecado y sinceramente arrepentidos, volvían casi siempre para recibir el abrazo pacificador del perdón sacramental. Dios permita que su ejemplo anime a todo nuevo consagrado, a prepararse con diligencia y santidad, al examen de “Ad audiendas confessiones” para que en el futuro puedan desempeñar con alegría y asiduidad dicho ministerio, tan importante para la vida actual de la Iglesia y su futuro mismo.

2. En cierta ocasión, a un abogado de Lyon que volvía de Ars, le preguntaron qué había visto allí. Y contestó: “He visto a Dios en un hombre”. Esto mismo hemos de pedir hoy al Señor que se pueda decir de cada sacerdote, por su santidad de vida, por su unión con Dios, por su preocupación por las almas. En el sacramento del Orden, el sacerdote es constituido ministro de Dios y “dispensador de sus tesoros”, como le llama San Pablo. Estos tesoros son: la Palabra divina en la predicación; el Cuerpo y la Sangre de Cristo, que dispensa en la Santa Misa y en la Comunión; y la gracia de Dios en los sacramentos. Al sacerdote le es confiada la tarea divina por excelencia, “la más divina de las obras divinas”, según enseña un antiguo Padre de la Iglesia, como es la salvación de las almas que se juega, por decir de alguna manera, en el sacramento de la confesión, toda vez que su adecuada y asidua recepción, conduce necesariamente a una vida más virtuosa.

3. “Listo para el combate” significa el nombre de Alfonso. Fue el que colocaron al niño recién nacido,  hijo de  José de Ligorio y Capitán de la Armada naval, y  Ana Cabalieri.  A los dieciséis años, caso excepcional, obtiene el grado de doctor en ambos derechos, civil y canónico, con notas sobresalientes en todos sus estudios. Para conservar la pureza de su alma escogió un director espiritual, visitaba frecuentemente a Jesús Sacramentado, rezaba con gran devoción a la Virgen y huía como de la peste de todos los que tuvieran malas conversaciones. A sus compañeros de curso les repetía con frecuencia: "Amigos, en el mundo corremos peligro de condenarnos". Una vez que tuvo el llamado al sacerdocio, y habiéndose preguntado que quiere Dios de mí, dijo a su padre, que lloroso le escuchaba: “Padre, el único negocio que ahora me interesa es el de salvar almas". Su obra en la formación de la conciencia moral ha resultado de gran importancia para la vida de la iglesia, y uno de sus más reconocidos trabajos fue  “Guía para confesores”, en parte del cual señala que: “El confesor tiene que curar todas las llagas del pecador... En una palabra: debe ser rico en amor y suave como la miel. Así, es el Evangelio”.

Los efectos que tiene un sacerdote negligente en materia de confesión y los pecados mismos cometidos por el confesor tiene repercusiones muy hondas, que el Doctor en Moral no ahorra detalle en hacer destacar a cada confesor: “Mirad sacerdotes míos, que los demonios se esfuerzan por tentar a un sacerdote que se condena arrastra a muchos tras de sí. El Crisóstomo dice: “Quien consigue quitar de en medio al pastor, dispersa todo el rebaño; y otro autor dice, con matar más a los jefes que a los soldados; por eso añade San Jerónimo que el diablo no busca tanto la perdida de los infieles y de los que están fuera del santuario, sino que se esfuerza por ejercer sus rapiñas en la Iglesia de Jesucristo, lo que le constituye su manjar predilecto, como dice Habacuc. No hay, pues, manjar más delicioso para el demonio que las almas de los eclesiásticos”. Como consagrado debemos recibir con frecuencia el sacramento de la confesión para aliviados, aliviar; sanados, sanar; limpios, limpiar, perdonados, perdonar, tal como rezamos las palabras que Jesús nos enseñó: “perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos”.

4. La sociedad en que estamos inmersa es una cultura marcada por la hipocresía, en efecto, es permisiva, aplica frecuentemente el criterio de “laissez faire, laissez passer” pero una vez que la persona ha seguido dicha pseudo libertad, que está sumergida en el lodazal del pecado, se le cierran las puertas, se le excluye, y se deja afuera. Por esto, San Alberto Hurtado decía: “El mundo no recibe a los pecadores. A los pecadores no los recibe más que Jesucristo”. El sacerdote debe tener una actitud permanente de acogida hacia el pecador, tal como nuestro Señor no escatimó esfuerzos en a salir en búsqueda de la oveja extraviada. San Alberto Hurtado al salir a buscar a los menesterosos niños y ancianos en las riberas de los esteros, nos enseña a accionar la parábola de la misericordia, particularmente la del Hijo Pródigo. Ni el horario, ni la jurisdicción territorial pueden anteponerse a la necesidad de dar el perdón a quien lo requiere.  Nuestro Santo hace una lista acuciosa para examinarnos si estamos dejándonos seducir por el insano activismo en nuestra vida.

“Creerse indispensable a Dios. No orar bastante. Perder el contacto con Dios. Andar demasiado a prisa. Querer ir más rápido que Dios. Pactar, aunque sea ligeramente, con el mal para tener éxito. No darse entero. Preferirse a la Iglesia. Estimarse en más que la obra que hay que realizar, o buscarse en la acción. Trabajar para sí mismo. Buscar su gloria. Enorgullecerse. Dejarse abatir por el fracaso, aunque no sea más más que nublarse ante las dificultades. Emprender demasiado. Ceder a sus impulsos naturales, a sus prisas inconsideradas u orgullosas. Cesar de controlarse. Apartarse de sus principios. Trabajar por hacer apologética y no por amor. Hacer del apostolado un negocio, aunque sea espiritual. No esforzarse por tener una visión lo más amplia posible. No retroceder para ver el conjunto. No tener cuenta del contexto del problema. Trabajar sin método. Improvisar por principio. No prevenir. No acabar. Racionalizar con exceso. Ser titubeante, o ahogarse en los detalles. Querer siempre tener razón. Mandarlo todo. No ser disciplinado. Evadirse de las tareas pequeñas. Sacrificar a otro por mis planes. No respetar a los demás; no dejarles iniciativas. No darles responsabilidades. Ser duro para sus asociados y para sus jefes. Despreciar a los pequeños, a los humildes y a los menos dotados. No tener gratitud.  

Ser sectario. No ser acogedor. No amar a sus enemigos. Tomar a todo el que se me opone como si fuese mi enemigo. No aceptar con gusto la contradicción. Ser demoledor por una crítica injusta o vana. Estar habitualmente triste o de mal humor. Dejarse ahogar por las preocupaciones del dinero. No dormir bastante, ni comer lo suficiente. No guardar, por imprudencia y sin razón valedera, la plenitud de sus fuerzas y gracias físicas. Dejarse tomar por compensaciones sentimentales, pereza, ensueños. No cortar su vida con períodos de calma, sus días, sus semanas, sus años” (San Alberto Hurtado Cruchaga, Reflexión personal escrita en noviembre de 1947).

Si el anterior texto nos lleva a constatar que el estado de nuestra alma resulta calamitoso, hemos de confiar en todo momento en la bondad de Dios que siempre es más que nuestro pecado. ¡Dios siempre puede más! Así nos enseña San Alberto Hurtado: “Donde hay misericordia no hay investigaciones judiciales sobre la culpa, ni aparato de tribunales, ni necesidad de alegar razonadas excusas. ¡Grande es la tormenta de mis pecados, Dios mío! Pero, ¡mayor es la bonanza de tu misericordia!”.

La vida de la Iglesia ha estado marcada por este precioso camino que la misericordia de Dios ha querido legarnos bajo la cercanía de nuestros sacerdotes. En los primeros años de vida de la Iglesia es que ellos entendieron este sacramento: “Muchos de los que habían creído venían a confesar todo lo que habían hecho" (Hechos de los Apóstoles  XIX, 18). Hoy, el mundo necesita que reavivemos el fuego del perdón de Dios, en primer lugar, recibiéndolo cada uno de nosotros con la frecuencia y devoción debida, sabiendo que si alguien requiere de él, es el propio ministro que debe procurar tener un alma limpia para transmitir lo más fidedignamente la bondad de Dios que subió a la cruz para darnos su perdón.

En el presente somos administradores en el sacramento de la confesión, que ahora podemos beber como fuente de salvación: “El sacramento de la reconciliación es la historia del amor de Dios que nunca nos abandona” (Cardenal Donald Wuerl). ¡Que Viva Cristo Rey!

PADRE JAIME HERRERA  GONZÁLEZ SACERDOTE DIÓCESIS DE VALPARAÍSO / CHILE