martes, 6 de diciembre de 2016

EL DON DE PIEDAD EN EL CORAZÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN

 HOMILÍA MES DE MARÍA   /   COLEGIO MACKAY   /   05/12/2017.

El don de piedad que concede el Espíritu Santo es el abandono confiado en la  Divina Providencia. Es un afecto especial por todo lo que dice relación con Dios, de tal manera que  asumimos todo lo que nos acerca a Él, y desechamos aquello  que nos aleja de Él. San Agustín de Hipona señala que “el don de piedad da a los que lo reciben un respeto amoroso hacia la Sagrada Escritura”, comprendamos o no su sentido. Nos da espíritu reverencial hacia los mayores y  espíritu  paternal ante los menores.  Espíritu  fraternal con los amigos y familiares,  espíritu de compasión con los que pasan penalidades o necesidades, tanto espirituales  como  materiales.

Al igual que el resto de los dones del Espíritu Santo, la piedad está vinculada a una de las bienaventuranzas en orden a obtener su mejor vivencia: “Bienaventurados los mansos de corazón porque  ellos recibirán la tierra por herencia”  (San Mateo V, 5).

a). El don de piedad incrementa la sabiduría: Si miramos la vida de la Iglesia, y de la sociedad en la que esta inmersa descubrimos que son los creyentes  más piadosos los que viven más hondamente la sabiduría, suelen ser más ponderados, más pacientes, con mayor iniciativa sin caer en la intrepidez, no olvidando –a su vez- las pausas en el momento oportuno sin caer en una negligente inactividad. Es sorprende la serenidad de vida de los que viven piadosamente: no son prepotentes, ni disolventes ni insolentes, por el contrario hacen de su vida un verdadero ícono o reflejo de Himno a la Caridad que nos enseña el Apóstol San Pablo: “La caridad es paciente, la caridad es amable; no es envidiosa, no obra con soberbia, no se jacta, no es ambiciosa, no busca lo suyo, no se irrita, no toma en cuenta el mal, no se alegra por la injusticia, se complace en la verdad; todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. La caridad nunca acaba” (1 Corintios XIII, 4-8).

El egoísmo, en cuanto desmedido amor a sí mismo, es causa de la falta del don de  piedad, lo cual decanta –irremediablemente- en tener un “corazón de piedra” con sentimientos y actitudes que van minando la vida en sociedad, en cada uno de sus niveles: familiar, ciudadano, vecinal. Ciertamente, que es a causa de la falta del don de piedad de dónde surgen tantas desavenencias en la vida presente. ¡La crispación social es impiedad!

La persona egoísta es insensible a las necesidades más básicas del prójimo: no los ve aunque le sean evidentes, no escucha aunque el clamor sea atronador. Muy distinto es quien vive en el don de piedad: las miserias circundantes le resultan evidentes, por ello procura responder en primera persona a cada una de ellas sintiendo como propios tales requerimientos. Forma parte de la revelación bíblica el hecho que es Dios el único capaz de hacer palpitar una piedra, fría, inmóvil, e inerte: “Yo cambiaré ese corazón, en un corazón de carne” (Ezequiel XXXVI, 26).

b). El hombre piadoso alaba y agradece a Dios: La palabra “religión” significa unir lo que está divido, juntar dos extremos, en este caso,  a Dios con su creatura... Entonces, este espíritu religioso constituye una nota característica de la persona, así lo define el catecismo actual de la Iglesia cuando cita a San Agustín: “El hombre es un Dei capax”, un ser con capacidad de Dios, de relacionarse con Dios, en consecuencia,  es lo propio de cada bautizado procurar ser piadoso, de lo cual siempre ha de estar orgulloso y nunca avergonzado. ¡Vergüenza para pecar,  nunca para amar Dios!

El don de piedad inclina a confiar en Dios, por lo cual podemos rezar con amor y sencillez, sabiendo que si con nada hemos venido al mundo y con nada material partiremos de él, entonces, sólo importa el amor a Dios que subyace en nuestra alma, toda vez que al final de nuestros días “seremos medidos por el amor”.

c). El piadoso como amigo de Dios: Sin duda que la virtud de la piedad, que perfecciona  este don, presente sobreabundantemente en el corazón de la Virgen María, nos lleva a rendir el honor, la reverencia y el culto debido a Dios por ser quien es. Fomenta la verdadera amistad con Dios, por lo que nos permite conocer mejor la Sagrada Escritura, nos descubre la grandeza del valor del culto sagrado, especialmente la Santa Misa,  donde se renueva de manera misteriosa pero real, el sacrificio de Cristo en el calvario de modo cruento en cada altar. Muchas distracciones, urgencias y aburrimientos que se dan durante nuestra asistencia a la Santa Misa irrumpen por falta del don de piedad.

Se hace necesario, para quien aún no lo hace, de recibir el sacramento de la confirmación. “Yo doblo mis rodillas ante el (Dios) Padre, de quien procede toda familia en los cielos y en la tierra” (Efesios III, 14-15).

Un síntoma muy positivo de vivir según el Espíritu Santo en el don de piedad es tratar con cariño las cosas santas, sobre todo las que nos vinculan y sirven al culto sagrado. Actualmente se vive una creciente desacralización en nuestra sociedad, la pérdida del sentido de lo santo ha surgido por la impiedad que lleva a menospreciar a Dios y su obra, a marginar al Señor de la vida cotidiana, sobrevalorando las obras del hombre sobre la de quien las sostiene realmente.

Recordemos la enseñanza del Apóstol San Pablo: “Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Y vosotros no habéis recibido un espíritu de esclavos para volver a caer en el temor, sino el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios: ¡Padre!”  (Romanos VIII, 14-15). ¡Que Viva Cristo Rey!


SACERDOTE JAIME HERRERA / PARROQUIA PUERTO CLARO / DIÖCESIS DE VALPARAÍSO / CHILE

    

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