sábado, 10 de febrero de 2018

REZAR CON FE POR NUESTROS FIELES DIFUNTOS


 SEMANA V / TIEMPO ORDINARIO / CICLO B / MIÉRCOLES


La fe nos ha convocado a este hermoso templo dedicado a Nuestra Señora de Valvanera, la cual como sabemos remonta su devoción al Siglo XII cuando un malhechor conoció la oración que su futura víctima elevaba a la Virgen y decidió modificar su vida, para lo cual: rechazó la tentación, abandonó resueltamente el pecado, y  aceptó a Jesucristo como el camino definitivo de su vida. Desde ese momento su caminar tuvo sentido y  su vida se abrió hacia la verdadera  libertad.

En ese caminar la Virgen ocuparía un lugar preeminente, pues,   por indicación de un Ángel, el hombre que deseaba cambiar de vida debía ir hacia un  viejo roble  a cuyos pies encontró la hermosa imagen de Nuestra Señora, lo cual llenó de alegría y fortaleció la fe -hasta entonces debilitada- por una vida de pecado.

Todo esto aconteció por el poder de intercesión que tiene la oración del creyente, la cual fue enseñada por el mismo Señor cuando sus discípulos, al verlo reiteradamente orar en silencio y a solas, le pidieron “enséñanos a orar como Tú lo haces” (San Lucas XI, 1).
No se trataba sólo de imitar un acto como lo hace un mimo, tampoco de reflejar una actitud como cuando lo vemos en un espejo. En este caso se trataba de “hacer lo que hizo Jesús”, es decir, repetir lo que sus ojos imploraban, lo que su mente discurría y lo que su corazón encerraba. Revestirse de los mismos sentimientos del Corazón de Jesús, que tanto nos ha amado y que tantas veces lo hemos postergado en nuestro tiempo y prioridades.

En efecto, en la infancia de nuestro hermano muchas veces ha de haber rezado en el antiguo templo del Colegio de los Sagrados Corazones en Valparaíso, cuya grandeza y belleza sobrecogen e iluminan a las almas más empedernidas y fortalecen a las más devotas. Ante la mirada de aquel niño y joven escolar destacaba la galería de numerosos santos policromados que adornaban el retablo recordando que sus imágenes estaban allí porque sólo alcanzaron la bienaventuranza eterna luego de haber crecido en el espíritu de oración. Ningún Santo ha llegado al Cielo sin haber tenido un acrecentado espíritu de oración. ¡El camino a la santidad pasa necesariamente por la oración!

Así lo vivieron los apóstoles de Jesús y las primeras comunidades de creyentes que permanecían unidos en oración y por la oración, lo cual les confería nuevas fuerzas para enfrentar el arduo desafío que implicaba el envío que Nuestro Señor les hizo: “Vayan al mundo entero enseñándoles a obedecer todo lo que Yo les he mandado, bautizándolos en el nombre del Padre,  del hijo y del Espíritu Santo”.

Sin rezar no se llega a ninguna parte buena…Así lo escribe San Alfonso María de Ligorio  cuando sentencia: "el que reza se salva, el que no reza se condena”, por lo cual,  vemos que el espíritu de oración es como un termómetro para nuestra vida espiritual.

Mas, esa oración ha de estar signada según las particulares vocaciones que el Señor nos haya dado, sea por el camino de la consagración sacerdotal y religiosa, o en la consagración por medio de la vida laical. En ambos casos, por la sola condición bautismal,  estamos convocados a las cumbres de la contemplación sin excepción.

Decía a sus feligreses un sacerdote –mártir- mexicano mientras arreciaba una durísima persecución en 1927: “En este tiempo el cielo sale más barato”, de algún modo,  podemos ver que la oración es como una “oferta” permanente para todo aquel  que anhela  firmemente ser santo.

Esto último es lo que hoy imploramos para el alma de nuestro hermano difunto por quien aplicamos esta Santa Misa. Que pueda ser contado entre los bienaventurados, habiendo recibido el premio por sus obras de mérito realizadas a lo largo de su vida y,  que la Virgen y su Ángel custodio,  habrán presentado ante su Hijo y Dios, de la manera más oportuna y eficaz a favor de aquella misericordia que siempre puede más, como también, habiendo experimentado el perdón  concedido desde el Cielo,  por medio de la confesión sacramental, de la Santa Extremaunción, de las múltiples oraciones elevadas por su eterno descanso y de tantos sacrificios hechos por el bien de su alma.

Sin duda el acto de rezar es el más eficaz y el que más gusta a Dios  luego de la partida de nuestros seres queridos. A este respecto, San Agustín de Hipona solía repetir: “Una lagrima se evapora, una flor se marchita, pero la oración del creyente no se seca ni marchita porque la recibe Dios mismo”.


Por tanto, valoremos la oración de intercesión que como creyentes hacemos hoy por nuestro hermano difunto en su primer aniversario, escuchando la doble promesa hecha por Jesús en orden a orar confiadamente: “Todo lo que pidan en mi nombre os será concedido” (San Juan XIV, 13) añadiendo luego que: “donde dos a mas se reúnan en mi nombre alii estaré Yo en medio suyo” (San Mateo XVIII, 20).  ¡Esto es promesa del Cielo! Son las mismas palabras del Señor quien no borra con el codo lo que promete: ¡Lo dijo, lo hizo!

El Salmo que acabamos de escuchar nos dice que “la salvación del justo viene del Señor”. Quien se refugia en su poder, en su bondad, y en su perdón obtiene sin duda misericordia. Por ello la oración que hacemos nace y se nutre en el acto de abandonarse plenamente en los designios de Dios, que siempre sabe más, perdona más y puede más. Esa confianza no es con “elástico”, sino que abarca todo lo que somos y tenemos, no quedando realidad alguna en nuestra vida de la cual el Señor no deje de dirigir cada uno de nuestros pasos.

Por tanto la oración confiada exige que sea el primer acto de bien hecho hacia nuestros difuntos, no como en ocasiones solemos escuchar “ahora solo queda rezar”, “ya nada se puede hacer”. El acto de orar debe estar en la vida de todo  creyente: al inicio como fuerza creadora que es; debe estar como impulso durante todo  nuestro peregrinar, y ha de estar al final como acto de gratitud y alabaza por todo lo que el Señor nos ha dado y por quien Él es. 

Por medio del Santo Evangelio de este día el Señor nos pide tener un corazón limpio, en el cual,  aniden los buenos deseos e intenciones, los altos propósitos de conversión sincera, como el anhelo de una vida santa para nosotros y para los demás,  recordando que estamos llamados por el Señor a ser verdaderos apóstoles, lo cual,  sólo se puede hacer si acaso se toma en serio el camino de la perfección,  toda vez que “el alma del apostolado es el apostolado del alma” (Juan Bautista Chautard), una de cuyas expresiones más preciadas por quienes han partido de este mundo y necesarias para quienes aún peregrinas en él, es la de rezar por el eterno descanso  de cada uno de  nuestros fieles difuntos.

Imploremos a Nuestra Señora de Valvarena que su manto proteja a nuestro hermano en este primer aniversario, y pueda recibir la invitación del verdadero Buen Pastor que dijo: “Venid bendito de mi Padre al lugar preparado para ti desde toda la Eternidad” (San Mateo XXV, 34).   ¡Que Viva Cristo Rey!




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